Basado (muy libremente) en una miniatura de Margaret Atwood
Nos encargan la redacción de un plan general. ¿Qué ocurre a continuación? Si quieren un final feliz, prueben la A.
A. Todo transcurre apaciblemente. La corporación municipal confía en el equipo que ha sido designado por concurso y el equipo no recela de los concejales. Los técnicos municipales colaboran. Se hace un proyecto razonable, dentro de lo posible. Con lo de siempre: algunas vías estructurantes, un poco de carril bici, tres o cuatro zonas urbanizables, un par de ámbitos de reforma interior; se soterra algo, y se busca espacio para algún equipamiento de renombre; y espacio también para la industria (limpia, en parque) y un centro de negocios. Se aprueba inicialmente, y las alegaciones presentadas, ni muchas ni pocas, son atendidas con diligencia y sensatez. Hay buen rollo. Se corrigen algunas cosas, no sustanciales, y se envía a la Comisión Territorial, que finalmente ordena algunos ajustes, bien explicados. Ni siquiera los de Patrimonio hacen el tonto. La ciudad cuenta ahora con un nuevo plan general. Más moderno, con criterios (más o menos) de sostenibilidad, con alguna medida (más o menos) de urbanismo social y un nuevo espacio de negocios de cuyo diseño se encargará finalmente un arquitecto estrella (creo que Nouvel). Hay que demoler algunos edificios y desplazar a alguna gente. Muchos hacen negocio, y otros tantos sufren la nueva ciudad en un renovado reparto del dolor. Se pospone la justicia social. Pero la gente, en general, está contenta. Cómo cambia, a mejor, nuestra ciudad. Al cabo de unos años vamos muriendo todos: los concejales, bastantes ciudadanos, Nouvel y nosotros. Fin de la historia.
B. Hay problemas desde el principio. Ya la firma del contrato se retrasó por no se qué papeles absurdos que pedía un secretario excesivamente celoso. Pero es que además un par de concejales independientes (siempre tan correosos) desconfiaban de todo cuanto se proponía, y llegaron a crear un clima asfixiante. Los continuos cambios de instrucciones, el pasotismo del arquitecto municipal y el ocultismo que reinaba en las comunicaciones entre el alcalde y los técnicos acabaron en una ruidosa ruptura del contrato. Aunque no hay mal que por bien no venga. Con la gente cansada y escarmentada, el nuevo equipo que se hizo con el encargo se encontró una balsa de aceite. A partir de ahí, todo sigue como en A.
C. El alcalde de la ciudad, que ya está cerca de la jubilación, no quiere irse sin dejar su impronta personal en el diseño urbano. Plantea una serie de propuestas que nunca antes nadie había llegado a proponer. Enormes parques, mucho más amplios que todas las reivindicaciones vecinales juntas. Grandes edificios públicos que formarían un nuevo eje monumental, bien marcado desde la entrada a la población hasta el castillo. Se sustituirían las infraestructuras casi por completo, se plantearon nuevas áreas residenciales para los “hijos del pueblo”, estudiantes que vendrían al acabar sus carreras y jubilados que también regresarían al concluir su vida laboral. Igualmente se pensó en atraer nueva población ofreciendo suelos y otras ventajas a los inmigrantes. Y se vinculó todo a nuevos programas sociales muy ambiciosos. Pero no hubo tiempo (tampoco había presupuesto, desde luego). El alcalde falleció repentinamente en una desgraciada operación de lifting y debió elegirse un sustituto. Después de un razonable periodo de adaptación, el nuevo alcalde moderó las expectativas, y el plan se reformuló. Los objetivos no se modificaron, pero sí (y de qué modo) las propuestas. A partir de ahí, todo sigue como en A, pero con otro nombre en la alcaldía.
D. Ni el equipo de gobierno ni el equipo técnico tienen problemas, y son muy hábiles sorteando dificultades. La cosa va perfectamente, pero una tan repentina como terrible (e injusta, todo hay que decirlo) crisis inmobiliaria se lleva por delante el plan y su estudio económico al completo. Se ralentiza la construcción, casi se paraliza, pero aprietan los dientes y se consigue capear lo peor de la tormenta. Al fin y al cabo no duró tanto, y ya se sabe que quien mantiene la calma sobrevive. Cuando finalmente vuelve la primera bonanza y se encuentran libres de peligro, allí están el alcalde, el arquitecto, el interventor y varios funcionarios más (algunos de ellos interinos), aturdidos, pero con brío renovado y ganas de seguir trabajando por el pueblo. Y en ese punto todo sigue como en A.
E. Sí, pero el director técnico del equipo redactor, a sueldo de la gran consultora que tenía el contrato, quiere montar otra empresa por su cuenta. No es que no esté contento, sino que tiene otras aspiraciones. El resto de la historia trata de lo buenos y comprensivos que son todos con él hasta que finalmente se consigue trasladar el contrato a la nueva empresa. Traba gran amistad con el alcalde y el concejal de urbanismo, a los que invita con frecuencia a su bodega (ha entrado en el negocio de los vinos). Los antiguos compañeros de la empresa a la que se adjudicó el trabajo inicialmente se entregan a obras de beneficencia. Y todo de nuevo retoma el camino de A. Si les gusta, pueden sustituir “bodega” por “espectáculos”, “vinos” por “telecomunicaciones”, y “beneficencia” por “tasación de terrenos”.
F. Si todo esto parece demasiado burgués, conviertan al director del equipo técnico en un revolucionario y al alcalde en un agente de contraespionaje islámico a ver qué tal resulta. Pero recuerden que estamos en España. Seguirán terminando con A, aunque, entretanto, existe la posibilidad de que broten varios escándalos (algunos de índole sexual), investigados y aireados por El Mundo, y aparezcan otros personajes apasionantemente comprometidos, dando pie a una especie de crónica de nuestra época, o algo por el estilo.
Y ahora, como diría Margaret Atwood (utilizaré, como ya he hecho hasta aquí, algunas de las palabras que forman parte del microrrelato titulado “Finales felices” e incluido en Asesinato en la oscuridad, Barcelona, Ediciones B, 2005 –original de 1983), “tendrán que reconocerlo, los finales son siempre iguales por mucho que intenten alterarlos. No se dejen seducir por otros finales, son todos falsos, o bien deliberadamente falsos, con la perversa intención de engañar, o bien, sencillamente, están impregnados de un optimismo excesivo cuando no de un claro sentimentalismo”. El único final auténtico es el que aquí se indica: Hay negocio, hay dolor, se pospone la justicia y nos morimos todos. Hay negocio, hay dolor, se pospone la justicia y nos morimos todos. Hay negocio, hay dolor, se pospone la justicia y nos morimos todos.
Concluimos con Atwood: “Ya basta de finales. Los principios siempre son mucho más divertidos (...). Y eso es todo lo que puede decirse acerca de los argumentos, que en cualquier caso son una cosa detrás de otra, un qué y un qué y un qué. Ahora prueben con el cómo y el por qué”.
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