La infancia de Amos Oz
El libro de Amos Oz titulado Una historia de amor y oscuridad (Siruela, 2004), de base autobiográfica, es un texto intensamente vivo: placentero y agradable, pero a la vez inquietante y duro. Como la vida misma. Grato y muy ameno, con un permanente sentido del humor y cariño hacia todos los personajes que nos los hace, con sus pequeñas historias, entrañables. Pero a la vez duro por la forma en que sobrevuela esos pequeños relatos la historia de los judíos; y sobre todo, por las críticas igualmente implacables hacia aquellos mismos personajes. Cariño y dureza a partes iguales, y para todos. Pero el juicio final sobre aquellos años (un auténtico “juicio final”, que se lee en el capítulo 58, desde “el deterioro que rodeaba a la vida de mis padres...” en adelante) es demoledor. Tremendo. En cualquier caso, siempre está el autor jugando con sentencias ambivalentes como ésta, que pone en boca de su abuelo Naftalí: “De eso se trata: un poco de perversidad y el hombre es un infierno para el hombre. Un poco de generosidad y el hombre es un paraíso para el hombre”. Ya decimos: vivo y vital.
Por tanto amor, sí. Pero también oscuridad: “Mil años nos separaban. No años luz. Mil años oscuridad (...). E incluso entonces, en Tel Arza, aquella mañana de sábado, cuando mi madre se sentó apoyada en un árbol y mi padre y yo pusimos la cabeza sobre sus piernas, una cabeza en cada pierna, y mi madre nos acarició a los dos, incluso en aquel momento, el más querido de toda mi infancia, mil años oscuridad nos separaban”. Pero oscuridad también literal, física y vivida. En el libro se habla constantemente de un ambiente apagado, de una persistente falta de luz que aprisiona y enmohece... hasta que acabas haciéndote adicto. Como le sucedió a su madre. Algún día, “cuando por fin salimos de nuestro sótano atestado de libros a la luz del sol primaveral, en sus pupilas volvieron a brillar cálidos destellos de afecto”.
Se describen muchas casas y calles, y también se comenta cómo era entonces Jerusalén. Aparece en primer lugar su propia vivienda. Muy pequeña, de unos 30 m2. Con dos cuartos, dos ventanas, un ciprés polvoriento, y la luz turbia procedente de una bombilla encerrada. Era un piso soterrado, con el bajo excavado en la ladera de un monte, y un persistente olor a moho. “A lo largo de todo el verano, un poco de invierno se quedaba en casa”. Todo muy oscuro. Siempre. Se explica cómo era el piso de la familia Zahri (dos habitaciones y media, donde vivía el matrimonio con sus padres), la casa de la Maestrazelda (que revisitó 30 años después: “No recordaba lo oscuras que son las pequeñas casas de Jerusalén que están en la planta baja, incluso en una mañana de verano. La oscuridad me abrió la puerta"), la maravillosa casa de los tíos Stashek y Mala, descrita con asombro y profusión (donde “un huerto oscuro se daba sombra a sí mismo con parras y árboles frutales”), el pequeño chalet del tío Yosef y la tía Tzipora (“en el recibidor había una única ventana que, a través de las rejas de hierro, como el ventanuco de un monje eremita, daba a la espesa vegetación del melancólico jardín”), y otras viviendas más, siempre, o casi siempre, impregnadas de oscuridad.
Pero es que la ciudad misma era ya oscura. Lo eran muchas de sus calles (“bajábamos por la calle Strauss, sumergida en la constante penumbra de antiguos pinos a la sombra de dos muros”). Y cuando compara Jerusalén con Tel-Aviv leemos: “La diferencia entre Jerusalén y la Tel-Aviv-unida-al-resto-del-mundo era para mí como la diferencia entre nuestra vida aquí, una vida invernal en blanco y negro, y una vida en color, veraniega y luminosa”. Atención a la última palabra: luminosa. Y al comentar la partición de finales de los 40 describe así a esa otra Jerusalén: “una ciudad de viejos cipreses de color negro y no verde, barrios de muros de piedra y ventanucos enrejados y cornisas y paredes oscuras (...) ciudad saturada de pinos, atemorizante y atrayente con su nebulosa fascinación, con el entramado de callejuelas oscuras prohibidas y hostiles para nosotros, una ciudad guardiana de secretos, maléfica, grávida de desgracias, una ciudad donde sombras oscuras flotan por las calles a la sombra de las murallas de piedra, peregrinos-sacerdotes cubiertos con túnicas negras y capuchas negras, y mujeres con mantos negros y velos negros”. La palabra “oscura” aparece tres veces en el párrafo, y “negra” cinco.
Cuenta el mismo Amos Oz, al recordar entusiasmado la vitalidad de los libros que le enseñaba su Maestrazelda, que en ellos “cuando se hablaba de nieve, el propio cuento parecía estar escrito con palabras de nieve. Y cuando se hablaba de incendios, las propias palabras ardían”. Pues bien: su autobiografía, teñida de una oscuridad vital, íntima, está enmarcada en una ciudad también oscura, con calles oscuras y casas igualmente lóbregas. Y, simétricamente, si lo que se pretende es albergar una vida colorida, la ciudad, sus calles y sus viviendas también habrán de ser, de alguna forma, soleadas, diáfanas, cristalinas. Literalmente luminosas.
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