Detalles del post: Feliz corre ya la caravana

10.02.09


Feliz corre ya la caravana
Permalink por Saravia @ 23:13:48 en Maneras de hacer ciudad -> Bitácora: Mundos

La erótica de las ciudades hispanomusulmanas

Desde la Alhambra de noche. Foto de Mario, 9 de agosto de 2007 (publicada em picasaweb.google/mmerlan)

Bajo el Islam han florecido muy diversas ciudades. En las primeras décadas islamitas se construyeron algunas bajo un escrupuloso método del crecimiento y la austeridad. Ciudades del puritanismo, donde se consideraba que “los pródigos son hermanos del demonio”: las dūr al-hijra (R. B. Serjeant, La ciudad islámica), “moradas de la hégira” cuidadosamente planificadas por el gobierno. Las ciudades hispanmusulmanas, sin embargo, son de otro tipo bien distinto, que puede leerse desde la óptica del desorden. Ciudades del derroche y la poética, disolvían la ebullición vital sobrante en pura pérdida artística.

[Mas:]

Ciudades eróticas, resultado de un continuado esfuerzo urbano, empeñado en fundir todas las formas, deshelar las apariencias en la búsqueda de una continuidad absoluta. Recordemos a Bataille (el de El erotismo, naturalmente): “Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituídas”. Porque el erotismo no es otra cosa que la “búsqueda de toda la continuidad de la que este mundo es susceptible”. Aquellas ciudades, que consumían el excedente de energía en lujos y formas suntuarias de vida, tendían a la construcción de un “jardín amoroso”. Reservaron el excedente al libre juego de la sensibilidad en un enorme cruce de afectos.

Veámoslo en cuatro rasgos del proceso de su construcción física. Primero, la extensión del arabesco. Un inmenso trabajo de ornamentación que aspira a recubrirla por completo con una geometría que se define como “relación entre formas, más que como suma de formas”, con “posibilidad de crecimiento infinito en cualquier dirección”, que siempre da “más de lo que salta a la vista” (O. Grabrar). Segundo, el diseño del claroscuro. Con arquillos y cobertizos de espesa sombra, celosías apertadas, ajimeces y adufas, tracerías y luceras, las casas y las calles se matizan alternativamente de luces y de sombras en delicados tapices o intensos contrastes. El brillo de los vidrios, los reflejos metálicos, los vivos esmaltes multiplican y difunden el fulgor del sol en una explosión incontrolada de destellos (Torres Balbás ofrece mil ejemplos). Tercero, la expansión de los perfumes. La ciudad española de los últimos árabes constantemente se rarifica y contagia en una embriagadora mezcla de aromas. “La brisa esparce en ella sus perfumes en efluvios, día y noche, como si estuviese formada con las miradas de los enamorados o se hubiese desprendido de las páginas de la juventud” (Al-Maqqari, citado por Rubiera). Cuarta, la ocupación de las calles. Pues ha de entenderse la construcción del callejero quebradizo hispanomulsulmán como el efecto de un proceso continuado de ocupación de viejas calles bien trazadas, como la consecuencia de una consciente falta de control (“el derecho y las costumbres eran muy tolerantes para la usurpación de los particulares del dominio común”, según Torres Balbas en su Ciudades hispanomusulmanas), pero también de la voluntad común de romper fronteras y acercar entre sí las construcciones (Franchetti ve las zonas residenciales de esas ciudades como “magma volcánico”).

Toda aquella ciudad se transforma lentamente hacia la confusión de los límites: el arabesco, que todo lo relaciona; el claroscuro, el brillo y los perfumes que disuelven en el espacio las formas y su percepción; la progresiva y consciente distorsión de su callejero. Una orgía arquitectónica expresiva de una cultura del derroche, una estética que establece la belleza de la fragilidad. Los más exquisitos acabados descansan en el menos duradero de los soportes: el oro, los mármoles, el cristal, el lapislázuli, el líquido azogue o el azulejo son tenues mantos que cubren al más pobre material. Cuanto más irreal se hace el acabado, más nos anuncia la miseria de su base: rasgo puro del erotismo (sobre el significado erótico de ese contraste, ver nuevamente Bataille, en páginas 201-203 de la edición española de Tusquets, 1988).

Un rarísimo y exquisito libro de Emilio García Gómez, Foco de antigua luz sobre la Alhambra (Madrid, Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, 1988), se dedica a comentar el anteúltimo texto de Ibn Al-Jatib, de curioso nombre: Sacudida de alforjas para entretener el exilio. En él se relata pormenorizadamente una fiesta del mawlid, celebrada en la Alhambra el 30 de diciembre de 1362. El propósito del arabista es demostrar “la existencia de una Alhambra unitaria: la de Mohámmed V”. Pero lo que nos interesa ahora es el contenido mismo del texto jatibiano: aquella fiesta del mayor boato, celebrada en el mejor escenario posible. No vamos a resumirla, pues sería traición a un texto que vive en sus detalles. Pero podemos imaginarla. Una larga cena, desde las cinco de la tarde hasta la aurora, con más de quinientos invitados. Un cuidado protocolo y un espacio “de oro y azul”. Una “intrincada floresta de luces”, con leones de cobre dorado y grandes tiendas de campaña en los jardines del palacio. Música, manjares y (ay, cómo no) jaculatorias.

Pero sobre todo un atractivo especial: el estreno de un complicado horologio, o reloj mecánico (mankãna), un juguete que focalizaba la atención. Cada vez que acababa una hora se destensaba un cordel y permitía abrirse una puertecilla. Con ella, un nicho. Y de cada nicho (o taca) uno de los denominados “poemas de las horas”. Cada uno comenzaba forzosamente por cantar la hora, mientras el cirio del horologio lloraba lagrimones de cera. ¿Lloraba? No lloraba. Veamos algo que decía el poema que se desveló al final, en la hora oncena: “Son diez horas un diezmo de diez, y huye / -¡feliz quien corre más!- la caravana”. La caravana a la que alude es la que forman las horas que acaban de marcharse. En aquella noche se oyeron muchas casidas, sí. Pero cantar feliz al tiempo que acababa de partir: eso sí que fue un lujo.

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