Detalles del post: Una pantalla "silenciosa y lúcida"

14.03.09


Una pantalla "silenciosa y lúcida"
Permalink por Saravia @ 15:52:05 en Maneras de hacer ciudad -> Bitácora: Mundos

Un breve texto titulado La ciudad como pantalla blanca

Vista general de la zona norte de Valladolid (foto de Valle de Olid, publicada el 4 de mayo de 2007 en skyscrapercity.com)

Se incluye un resumen de la intervención en las "Jornadas sobre la Sociedad de la Cultura. ¿Democratización o democracia cultural? Mercado, identidad y espectáculo en la Sociedad de la Cultura", que tuvo lugar el 11 de marzo de 2009, en el Teatro Calderón de Valladolid (Sala Delibes). Las Jornadas han sido organizadas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes. El título del post corresponde a unos versos de Borges: "la pantalla silenciosa y lúcida, los viernes compartidos. Esas cosas sin nombrarte te nombran" (Los conjurados).

[Mas:]

1. Tres instancias en la ciudad

Comencemos aludiendo a tres de los términos que se proponen en el título de las Jornadas.

El mercado. Su origen tiene que ver con el deseo de abrirse a otros espacios, a más amplios horizontes y acceder a otros bienes lejanos. Acercar, de alguna forma, las lejanías. Siempre vinculado a la ciudad, Henri Pirenne atribuía el renacimiento urbano medieval a la reaparición de la figura del mercader y la revitalización de las grandes rutas del comercio suntuario. Tras ellos, el impulso llegó del campo, con el acceso de los campesinos al mercado y su progresiva incorporación a la esfera de los intercambios.

Su presencia en la ciudad fue definitiva. Dio origen a muchas de las principales plazas urbanas (Valladolid, Medina del Campo, incluso Salamanca). Pero también lo podemos ver en Barcelona: en el año 1000 se celebraba un mercado en el espacio exterior de la puerta oriental de la ciudad condal y episcopal. Luego, alrededor del mercado, al que acudían los campesinos de las cercanías, se fue consolidando el barrio más activo de la ciudad, el llamado burgus. Las construcciones vinculadas al mercado se hicieron permanentes, y los barrios de alrededor, pujantes. Ocupaban en el siglo XV el 14% de la superficie de la ciudad, y vivía en ellos el 41% de la población. Se asociaron a la idea de centralidad. Pero no olvidemos que se trataba de una institución albergada dentro de la ciudad, y controlada por ella. Precisamente el primer funcionario de los nuevos gobiernos municipales del siglo XIII fue el almotacén, el encargado del buen funcionamiento de los mercados.

La identidad. Se refiere al sentido de la vida. La identidad cultural se define como el conjunto de valores, tradiciones, símbolos, creencias y modos de comportamiento que funcionan como elemento cohesionador dentro de un grupo social. Las personas fundamentan en ella su sentimiento de pertenencia. Si me permiten, podría decirse que los dioses vinieron a la ciudad, y la dieron identidad.

Normalmente, en la historia de la mayoría de las culturas, lleva a construcciones religiosas (musulmanes, cristianos, otras religiones). Pero no sólo. También se guarda en edificios municipales y civiles. E incluso en elementos de infraestructura. Qué decir de los puentes (y habría que recordar la historia del puente sobre el Drina: ¿cabe mayor elemento de identidad?). Y es preciso hablar de otras identidades que también se dan en la ciudad. Como la de ciudadano, que en la explicación de Ortega formaba la plaza pública. La consecuencia urbana, una imagen general: un skyline determinado, en el que emergían los edificios más característicos. El resto del tejido, entretanto, parecía invisible.

El espectáculo. Tiene su origen en la tragedia misma de la vida, que arrastra a la ciudad entera. Bertold Brecht expresó perfectamente el destino trágico de las ciudades: “De las ciudades quedará sólo el viento que pasaba por ellas”. La muerte y la desaparición son su futuro ineludible. Como también lo es de las personas. Se levantan “espectáculos” en las ciudades. Porque pueden llamarse así tanto los actos como los lugares. Covarrubias no distinguía, en su Tesoro, entre continente y contenido. Dícese “espectáculo” a un “lugar público y de mucho concurso, que se junta para mirar, como eran los teatros, los circos, el coliseo, etc. Espectáculos también se llamaban las mismas fiestas y juegos gladiatorios”. Teatro y espectáculo tienen la misma etimología, aunque procedente de distintas lenguas de origen. La “teasta” griega significa mirar, hacer ver, contemplar. Y el “spectare” latino también significa ver y contemplar. No se exagera si se dice que el espectáculo matriz es el teatro.

En Atenas, en el periodo clásico, era toda la ciudad, toda la polis, la que asistía al espectáculo trágico. Allí se vivía la catarsis, la purgación colectiva de las emociones mediante la contemplación de la tragedia. Pues con la tragedia se exalta el impulso desmesurado de la persona por rebelarse contra una ley que le obliga a crecer, pero también a morir. Con las fiestas y ceremonias dionisíacas (el origen campesino del teatro) se procuraba una pausa en el curso cíclico del tiempo y se celebraba la renovación de la vida, en forma de nueva cosecha o de nueva felicidad, el momento fecundo de abrirse en flor, la primavera, el renacer instintivo de la ciudad con el de cada uno de sus ciudadanos.

De manera que nos encontramos con tres instituciones que han resultado fundamentales para la ciudad (incluso para la forma de la ciudad) y para las personas que las habitan. Con ellas se ayudaba a construir la ciudad y las personas. Todas llegaron del campo y, como el campo y la naturaleza, tenían sentido para cada uno de los habitantes de la ciudad. Esas relaciones ciudad/institución daban vida la ciudad.

2. La ciudad protagonista

¿En qué estado las encontramos hoy? Al menos, peculiar. No nos parece exagerado pensar que la propia ciudad ya no acoge esas instituciones, sino que, al revés, las ha invadido, las ha colonizado y puesto a su servicio. Cada día más la ciudad se ha hecho protagonista de ellas.

El mercado inmobiliario. En la actualidad es el mercado el que da forma a la ciudad. Se construye en función del mercado, y no de las necesidades reales. El suelo que se ocupa, las tipologías que se emplean, los usos planteados (y su mezcla, donde se evitan las combinaciones que, aunque fueran razonables, no se venden), incluso la escala de las operaciones, son determinados por el mercado. En función de él se va a grandísimas operaciones, de más de 100 has., porque son las que convienen a los grandes operadores. Al sur de Madrid se ha levantado una nueva Zaragoza en muy pocos años. Y los suelos del entorno de la mayoría de las ciudades españolas están controlados por no más de una docena de operadores.

El mercado inmobiliario ha adquirido un peso espectacular en la riqueza, aunque posiblemente desmesurado. Ha sido la parte del león del mercado único, que ha entrado en crisis detrás de su propia explosión. No obedece a razones. España cuenta con un parque de más de 25 millones de viviendas “para un total de 16,69 millones de familias españolas” (según el Banco de España, datos de 2007). Es decir, un promedio de 1,56 viviendas por familia, una de las tasas más altas del mundo. No obstante, en la actualidad hay en España al menos un millón de viviendas sin vender. Ahora los esfuerzos van en esa dirección: hay vender todo, haga o no haga falta, quede la ciudad que quede.

La identidad del patrimonio y el paisaje urbano. Vinculado decisivamente a los operadores turísticos (en la Junta de Castilla y León, por ejemplo, están directamente relacionados los departamentos que gestionan patrimonio y turismo), su efectividad se mide por el número de visitantes, y no ya por el efecto en la población. Esa nueva identidad actúa, en expresión de Marcelino Castillo, “en detrimento de la identidad de los grupos locales”. La ciudad construida se apropia de la identidad cultural, que se basa ahora más que en acciones o comportamientos, en edificios. La protección de edificios se presenta como aspecto crítico de la política económica general. Basta ver las estadísticas de lo que se protege. No se cataloga sino en función de una ideología que se promueve (sobre todo edificaciones religiosas y nobiliarias, frente a otras construcciones civiles; con unos usos asociados que no son inocentes), y sobre todo de su rendimiento económico.

También se aplican normas figurativas para la construcción del paisaje urbano muchas veces artificiosas. Podemos ver como ejemplo el nuevo Plan de Calidad del Paisaje de Madrid, y recordar el nuevo Convenio Europeo del Paisaje (en vigor desde 2008). Se tiende a formar una imagen general de la ciudad que se asocia a un nuevo skyline construido. Se trabajan los frentes marítimos y otras fachadas urbanas generales. Y la máxima expresión de esta idea de ciudad-identidad son las denominadas “Ciudades Patrimonio de la Humanidad”. En cualquier caso, observemos esa mezcolanza de paisaje natural y urbano, que se asocia convenientemente en la propaganda institucional: “Castilla y León es vida”, dice una voz sugerente, mientras se oye la música que Nicola Piovani compuso para “La vida es bella” (de Benigni). Resultado económico: 7 millones de visitas al año. Resultado en el imaginario social: 7 millones de visitas al año.

El espectáculo de los edificios emblemáticos. Se hacen construcciones espectaculares. Emblemáticas (por algo se llaman así; se pretenden emblemas, aunque paradójicamente, cada vez son más numerosas: pronto va a haber más banderas que soldados). Las hay de varios tipos. Obras de ingeniería, como el Soterramiento de la M-30 (conocemos gente que lleva a las visitas a visitar el soterramiento), o algunos puentes (¿puede haber algo más emblemático que el puente de Zubi-Zuri, por el que se ha condenado al Ayuntamiento de Bilbao a indemnizar a Calatrava por “violación del derecho moral a la integridad” del mismo?). Centros de transporte (ahí está la T-4, por ejemplo), o estadios deportivos (La Peineta, o los estadios de Beijing o el previsto para el Barcelona CF). Torres de oficinas (las cuatro Torres Business Area, junto a Chamartín, o las Kío; o la torre Agbar, de Barcelona, que cambia de colores en el día y en la noche: toda una fiesta), construcciones industriales (esas visitas a las bodegas “de autor”), o sedes de corporaciones (el proyecto de Coll-Barreu para la nueva sede de Osakidetza: una orgía de plegamientos).

Pero sobre todo, espacios culturales o de equipamiento: el Guggenheim a la cabeza, desde luego. Pero también las ampliaciones del Prado y el Reina Sofía, el nuevo Caixafórum, el Musac, las Ciudades de las artes, las ciencias, la cultura o como quiera que se denominen, en Valencia o en Santiago. O ese otro dislate del Campus de la Justicia de Madrid, donde se impone la forma cilíndrica para ensalzar una imagen global unitaria, contundente, por encima de cualquier otra consideración. Son construcciones que frecuentemente se asocian al desarrollo de eventos, montajes, acontecimientos. Una olimpiada o una gran exposición. O la visita de los tres tenores, tanto da.

3. El reino del caos

¿Hay algo que explique este tránsito (de recibir a protagonizar), esta desmesura de la ciudad de hoy? Una explicación nos la proporciona la economista Loretta Napoleoni (Economía canalla. La nueva realidad del capitalismo, Barcelona, Paidós, 2008), y a ella nos acogemos: la nueva emergencia de la “economía canalla”. En los últimos años se ha actuado de esa forma para maximizar los beneficios de una serie de grupos poderosos. Entre tanto, el poder político se ha dejado llevar, abandonando sus obligaciones de protección social. Unos pocos agentes controlando, dirigiendo el proceso y enriqueciéndose de manera brutal. Controlando y distorsionando el mercado, la identidad y el espectáculo para hacerlos, ante todo, negocio.

Se trata, como decíamos, de un fenómeno recurrente en la historia, a menudo ligado a transformaciones rápidas e imprevistas. “En medio de cambios profundos, la política puede perder el control de la economía, y ésta se convierte en un poder salvaje en manos de nuevos emprendedores”. No es algo nuevo. Se vio su pujanza en otros momentos de la historia, si bien parece inédita y espectacular la fuerza con que ha reaparecido ahora, en las últimas décadas: “La economía salvaje ha caracterizado la mayoría de transiciones históricas”, y ahora que “el mundo está experimentando una profunda transformación, quizá la mayor de la historia”, no iba a ser una excepción. Lo que hoy impresiona es la magnitud del proceso. No hay ciudad o pueblo, por ejemplo, sin su Nouvel o Herzog-De Meuron (incluso muchas poblaciones relativamente pequeñas cuentan ya con actuaciones de ese grupito de arquitectos estrella).

Implica destrucción y reconstrucción sin medida, aumento de la brecha entre ricos y pobres (“la nueva clase ociosa de la globalización está robando a la clase media su participación en la nueva riqueza") y corrupción generalizada. Con esta forma de la economía, hasta ahora dominante (¿en qué quedarán los cambios anunciados?) la política quedó en segundo plano, y la economía “se convirtió en una fuerza salvaje, orientada exclusivamente a ganar dinero rápido a expensas de los consumidores". La planificación racional se resintió profundamente; y “el pensamiento occidental se ha sumido en el reino del caos".

Un caos que es a la vez causa y efecto de una enorme distorsión de la realidad. Desde 1989, la “economía canalla” ha enturbiado la visión de la realidad y ha dado forma a un entorno irreal. "Los mitos y las ilusiones han sustituido a la ideología como fuente de legitimidad", en un contexto dominado por “una tupida red de mentiras e ilusiones que aprisiona" a la gente. Sin una identidad liberadora, asistimos perplejos a una “tercera alienación” (en palabras de Gloria Moure) que nos está convirtiendo en “atontados lotófagos”. “El mercado dejado suelto es destructor de la ciudad” (Jordi Borja), pero se ha hecho con ella. Y entre tanto, “los edificios emblemáticos nos están llevando a la ruina” (Toyo Ito).

4. Dar forma al caos

Demos entrada ahora a los otros dos términos inscritos también en el título de las Jornadas: democracia y cultura. También, como sabemos, son ambos hijos de la ciudad (esto se está convirtiendo en algo parecido a Mi gran boda griega, la película de Joel Zwick, donde uno de los protagonistas, el señor Portokalos, estaba empeñado en que todas las palabras procedían del griego. ¿También kimono?, le preguntaron. Y por supuesto: también kimono procedía del griego). Pues la democracia y la cultura proceden igualmente de la ciudad. Y para ser más griegos todavía haremos llegar ahora a un pensador de ese país, para que nos aclare esa relación. Cornelius Castoriadis, en un artículo publicado en 1994 en la Revista de Occidente (“La cultura en una sociedad democrática”), nos ofrecía algunas pistas más que sugerentes.

Quedémonos con tres. La primera, que la cultura consiste en “dar forma al caos” (una expresión que “tal vez es la mejor definición de la cultura”, sostenía Castoriadis). De manera que podrá ser útil para superar ese “reino del caos” que hemos descrito en la ciudad de hoy. La segunda, que la ciudad democrática es de constitución autónoma. En ella los significados no han de venir de fuera. Las instituciones podían llegar del campo; pero los argumentos han de nacer de dentro. Precisamente por su apertura de miras, por su inmenso horizonte. Pues la cultura democrática está necesariamente abierta al sentido. En los regímenes de heteronomía instituida –sigue Castoriadis- las disposiciones tomadas por los antepasados o por gente en contacto con alguna divinidad son indiscutibles. No sólo las cuestiones de política y filosofía, sino también las cuestiones éticas o estéticas aparecen como algo ya cerrado. Pero en la ciudad democrática nada de esto ha de ser así. Las decisiones pueden y deben discutirse, debatirse abiertamente.

La tercera pista que nos ofrece Castoriadis se refiere a la razón. Con el término cultura, nos dice, se alude a “lo que no se limita a lo instrumental y lo excede; quizá en aspectos imperceptibles, pero asumidos positivamente por los ciudadanos”. Valores urbanos “que se relacionan con el imaginario social en sentido estricto, con el imaginario poiético”, encarnado en obras y conceptos que significan, como decimos, algo más que lo meramente funcional. Atención a los subrayados (nuestros: MS). La cultura excede a lo instrumental, pero también lo contiene. Por decirlo de forma sencilla, casi como una caricatura: la cultura no se limita al ornato, también a las infraestructuras, la ordenación territorial y urbana, o la economía política, por ejemplo.

La democracia es el imperio de la razón que todos compartimos y nos permite comprender y decidir los intereses comunes. Entre ellos los culturales, desde luego. No cabe desvincular la cultura de la economía. Ni entender a la primera concebida como algo secundario, femenino, propio de concejalas de cultura; mientras que la economía (lo importante), debe llevarse por ministros de Economía y presidentes siempre masculinos de los Bancos Centrales. Ambos términos se implican mutuamente. Y por eso es tan importante insistir en los peligros de todo orden que conlleva esa “distorsión de la realidad” de que hablábamos antes. La cultura es razón, ante todo razón, y no quimera.

5. La ciudad como pantalla blanca

Pero no nos quedemos fuera: vengamos a Valladolid. En esta ciudad los temas estrella del urbanismo, de la formación de la ciudad, son estos: el soterramiento del tren (con su centro comercial asociado, por supuesto, y firmado el proyecto por la marca Richard Rogers, incluyendo edificios de 50 plantas que se constituyan en hitos urbanos, signifique lo que signifique la palabra hito); la llegada de Ikea al municipio vecino, el proyecto del Valladolid-Arena, los desarrollos de la VA-30 (la “Ronda Exterior Este”), y las enormes nuevas áreas residenciales (decenas de miles de viviendas) asociadas a ella; los nuevos aparcamientos en el centro, la construcción de una Ciudad de la Justicia, el debate sobre dónde instalar un “edificio emblemático” y para qué ha de servir, o qué hacer con el “Arco de Ladrillo” (que se considera signo de identidad de la ciudad). También están ahí, desde luego, los ensanchamientos de las aceras de las calles o la rehabilitación de un sector del barrio de la Rondilla. Obras de otra índole, interesantes y valiosas: no querríamos simplificar. Pero estas últimas son minoría.

Sobre la mayor parte de las propuestas en curso, es necesario oponerse, una a una. Se trata de grandes piezas, que llevan a una transformación radical (en cada ocasión se oye hablar de “un antes y un después”), vinculadas a grandes operadores y que implican enormes gastos, en muchos casos prescindibles. ¿Cuáles son las razones que los justifican? No se sabe, o se trata de argumentos excesivamente simples, infantiles casi. No hay debate (advertencia importante: debate no es que alguien pueda opinar en algún periódico o en una mesa redonda: debate es organizar el debate; dedicar tiempo y dinero a debatir). Todo lo contrario: ilusiones y mitos.

Ciudad de la Justicia: ¿por qué han de estar todos los edificios juntos, y no cabe aprovechar los edificios existentes, construidos hace menos de una década? Nadie responde. Soterramiento: ¿cómo es posible que se organice un nuevo barrio junto a las vías que no han de soterrarse para financiar la obra? ¿Nadie ha advertido que los supuestos argumentos para levantar esas torres de 50 plantas son patéticos (ver la memoria del Plan Rogers)? ¿Es admisible que el objetivo de la ordenación urbana de 100 hectáreas sea alcanzar una edificabilidad mínima que proporcione suficientes beneficios para financiar el conjunto de la operación? ¿Es así como se piensa la ciudad? VA-30: ¿compensa el coste y los efectos territoriales negativos el ahorro de tiempo previsible? Y ¿qué decir de los aparcamientos? Valladolid-Arena, Ikea-complejo comercial, Valdechivillas, etc.: por más arquitectos estrella que consigan juntar (se barajan hasta media docena de nombres del “equipo arquitectónico habitual”), los gestores no son capaces de articular una explicación coherente de su necesidad.

Hemos perdido la capacidad de crítica. No individualmente, pero sí como ciudad. Hemos desechado esa razón que reclamábamos antes como base de la cultura. Para intentar recuperarla, que vuelva a tomar protagonismo en el espacio público, proponemos la ciudad como pantalla blanca. En el cine nadie comenta nada sobre la pantalla, aunque todos la damos por necesaria. ¿Por qué no plantear algo parecido para la ciudad? Pensamos que cuanto más protagonismo robe la ciudad a los ciudadanos, menos democratizada estará la cultura en ella. Y en consecuencia proponemos una ciudad discreta, que no tenga pretensiones de constituir la identidad cultural y procurando “no montar el número”. Que no obedezca al mercado, sino a necesidades efectivas, ciertas, razonables. La ciudad como pantalla blanca para que los mercados sean más eficientes, las identidades y los espectáculos más liberadores, la democracia más real; y la cultura más hospitalaria, que dé más compañía. La ciudad como pantalla de cine, donde la acción transcurre sin que el soporte adquiera ningún protagonismo. Como hemos dicho en otras ocasiones, "una ciudad calma, como un regalo, donde cada cual se entrega a su vivir".

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