13. El mercado
El mercado es el espacio que dispone el gobierno de la ciudad para la venta minorista de artículos alimenticios y de otro tipo. También es la institución social de la que hablan permanentemente los políticos, pero esta acepción tan engolada no nos interesa ahora. Se ha dicho con frecuencia que el mercado (el nuestro, el de la plaza pública) está en el origen mismo de la ciudad. Y no hay escritor que al referirse a él deje de celebrarlo. Sin embargo, sorprendentemente, ninguna ley urbanística lo menciona. Al parecer no hay que garantizar hacerle sitio, como si su existencia se diese por supuesta, o no importase su desaparición. Pero al pensar en la ciudad como su nombre ni somos tan optimistas ni tan dejados.
Concha García nos advierte: “Muchas soledades se agrupan de pronto para ir al supermercado”. Supermercado no es mercado, pero ahora nos sirve el parecido. Para conjurar la soledad nos juntamos “apuñados” (Brenda Gallegos) y nos constituimos como “gente de mercado” (Enrique Molina). Allí estamos todos y hacia él se acercan también “los desnutridos”, esos mendigos que van tras “los despojos del mercado” (Atxaga). Es, o intenta ser, un mundo de seducción. Todo se ofrece a la vista y también a los demás sentidos. Y lo cierto es que entre los mostradores, las mesas y los escaparates se crea una atmósfera singular. “Los escaparates asaltan las aceras (…). La multitud desencajada chapotea musicalmente en las calles” (Manuel Maples Arce). Un mundo de seducción de los mercados “rumorosos” (Vilma Vargas), que agita el alma: “Te agitas como un gran mercado en fiesta” (Huidobro). Porque el mercado se constituye como una fiesta de los sentidos. Multicolor “sucio mercado multicolor” (Roque Dalton), ahí está el mercado de frutas y de flores, “y nadie ofrecer puede otro racimo tan distinto al sabor como fue el tuyo” (Ángel García López). Espacio también intensamente perfumado (Eyra Harbar). Todo puede comprarse y venderse en el mercado. Allí hasta “se vende el rostro” (Lina Zerón). Pero la mercadera tiene “sueños que no pone en venta” (Ariel Montoya). En cualquier caso, en esas transacciones se nos entrega a veces la felicidad. Leamos a Celaya (en “Momentos felices”):
Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados
¿no es la felicidad lo que allí brota?
En nuestra ciudad habrá mercados públicos que facilitarán el encuentro. Promoverán la mezcla sin demasiado orden. Allí se dará forma a la seducción y el embeleso. Y en cualquier momento podrán brotar algunas ráfagas, levísimas, de felicidad.
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