Supongamos que todos somos Proust
Sí: una suposición tremenda. Porque, al parecer, Proust era un tanto insoportable. Entrañable, pero insoportable. Según recoge André Maurois (En busca de Marcel Proust, Madrid, Vergara, 2005), Marcel escribía de noche, entre la bruma (“mi alcoba está casi siempre llena de un espeso humo, sin duda tan intolerable a la respiración de usted como necesario para la mía”, escribió en una ocasión en una carta). Se alimentaba casi exclusivamente de café con leche. Curiosamente, no toleraba ningún olor, por lo que no se cocinaba en su vivienda, ni se utilizaba el gas para el alumbrado o la calefacción. Una bujía estaba encendida permanentemente para no tener que utilizar cerillas, por su olor a azufre. Desde 1913 le cuidaba (con cariño) Céleste Albaret, quien años después contaba esta anécdota: “Si su portaplumas caía al suelo, no lo recogía. Cuando ya todos se le habían caído, me llamaba”. Para asearse usaba más de veinte toallas, “porque en cuanto una se mojaba, o simplemente se humedecía, ya no quería tocarla”. Muy pesado, sí. Pero con una capacidad de analizar cómo olores y sabores “sobre las ruinas de todo, soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”, que nos interesa.
La cita anterior procede del volumen primero de En busca del tiempo perdido (Por el camino de Swann, Madrid, Alianza, 1966; traducción de Pedro Salinas), y cierra el famoso fragmento de la magdalena. “Y muy pronto, abrumado por el día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo momento en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa”. Y procede a analizar detalladamente cómo sucedió todo. Tomó otra cucharada, luego otra, y prosiguió el análisis. Se pone “cara a cara con el sabor aún reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé el qué, pero que va ascendiendo lentamente”. Intenta llevar a la superficie de su conciencia el origen de ese bienestar, qué recuerdo, con “su inseparable compañero el sabor”, es responsable de la dicha. Finalmente lo alcanza, y nos cuenta que el origen está en el té con magdalenas que le ofrecía su tía Leoncia los domingos por la mañana. Enhorabuena.
Nos gusta Proust, ser como Proust en valorar la importancia de olores y sabores que movilizan la imaginación, la memoria o los recuerdos abriendo un mundo anterior completo. Nos gusta Proust porque valora los placeres sencillos. Una crítica de arte de su juventud (tenía 24 años cuando la escribió) acababa diciendo: “Como sucede entre seres y cosas que conviven desde hace mucho tiempo con sencillez, necesitándose unos a otros, saboreando también el difícil placer de la compañía mutua, aquí todo es amistad” (M. Proust, “Chardin o los placeres menudos”, cap. 2 de la 2ª parte de de En este momento, Valladolid, Cuatro ed., 2005; original de 1895 inédito en Francia hasta 1954).
El urbanismo organiza volúmenes, trazados y usos, desde luego. Pero también se dedica a controlar muchos detalles por su aspecto visual, por su imagen, promoviendo determinadas soluciones mediante ordenanzas figurativas. Y sin embargo sólo se ocupa de los olores cuando son molestos. Pues bien: ¿por qué no impulsar de alguna forma, o proteger con algún mecanismo, también los aromas agradables, el olor a pan o bollos recién horneados, que pueden caracterizar un rincón, una esquina o una calle? No hace falta acudir a la introspección o recordar a la tía Leoncia. Esos olores actúan directamente y desde ellos crecen inexorablemente mundos sin duda placenteros. Volvamos a Proust: “Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té”. Hacer urbanismo, por tanto, con una taza de té. O con un cruasán.
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