52. Mundos mágicos
Reconozcámoslo: para nosotros la ciudad es un mundo mágico. Cada ciudad un cosmos, un universo; y su condición, también la de la magia. Ya lo decía Alexander: la ciudad no es un árbol. Hemos de darle la razón: es una rama dorada.
Desde luego, los escritores lo tienen claro. Forster, por ejemplo, decía que cuando se quitó el uniforme de oficial “percibió la magia, la antigüedad y la complejidad” de Alejandría, y decidió escribir sobre ella. Y efectivamente, en su monografía habla de la ciudad como si de un ser vivo se tratara: “Uno se siente casi empujado a decir que cayó porque no tenía alma”. Tampoco titubean sobre la condición mágica de las ciudades los poetas. Podría decirse que están obligados por contrato. García Lorca veía que el río Hudson llegaba “cantando / por los dormitorios de los arrabales, / y es plata, cemento o brisa / en el alba mentida de New York”. Ensayistas como Ripellino hablan sin tapujos de la Praga mágica (“vivero de fantasmas, ruedo de sortilegios, cuando atrapa con sus brumas, con sus malas artes, con su miel venenosa, ya no deja, ya no perdona. No te dirijas a ella si buscas una felicidad sin nubes”). Un pintor como Van Gogh podía ver la plaza del Forum de Arlés, a la media luz de la noche del verano de 1888, resumida en casi sólo dos colores (azul y amarillo, junto a otros destellos), sin nada de negro. El dibujante de historietas Jean Giraud (Moebius) presentaba después una fantástica Venecia personal (“Venecia celeste”), vaciándola de agua y dejando desnudos sus canales. Y unos años antes la fotógrafa Grete Stern, formada en la rigurosa Bauhaus alemana de los años 20 y 30, exponía una serie de reportajes urbanos de Buenos Aires de extraordinaria sensibilidad y economía expresiva.
Los cineastas también construyen frescos de algunas ciudades, modificándolas con la operación. Berlín, por ejemplo, es diferente después de las miradas compasivas de Win Wenders (Cielo sobre Berlín, 1987) o luminosas de Fassbinder (Berlin Alexanderplatz, 1980). Hay músicas que igualmente retratan e inventan los lugares. Es difícil saber hasta qué punto el éxito de Scott McKenzie “San Francisco” (la vieja canción escrita por John Phillips) tuvo que ver en la caracterización hippie de esa ciudad en los años 60 y 70 (“Si vas a San Francisco, no te olvides de llevar flores en el pelo (…). En sus calles se nota una vibración extraña, gente en movimiento, toda una generación (…). El verano es el momento del amor”). También los arquitectos poseen con frecuencia una visión mágica de las ciudades y sus territorios. Así describe Taut, por ejemplo, una de sus propuestas: “En el interior de la montaña brillan los tesoros de la arquitectura de cristal (…). Por la noche, su luz irradia en la cima de la montaña, hacia el firmamento. ¿Cuál es la finalidad de la catedral? Para aquel a quien no le basta la devoción en el seno de la belleza, ninguna”. Incluso Bakema, uno de sus colegas menos místicos, también dijo alguna vez que la forma urbana debía ayudar al ciudadano a “familiarizarse con el vasto espacio donde todo es y deviene”. ¿Y qué decir de los políticos? La mayor parte, si no todos, confían ciegamente en los principios mágicos para conseguir un, al menos aparente, orden urbano. El conocido alcalde de París, Bertrand Delanoë, no ha sabido defender el proyecto de un enorme edificio en altura, que desborda los límites establecidos en el planeamiento, más que con estos argumentos: “Tengo la intuición de que Herzog y De Meuron van a construir la más bella de sus obras. Es cierto que en esta opinión hay algo de subjetividad, pero en mi opinión se trata de un proyecto de una belleza inaudita”.
Todos ellos, autores y artistas de distintas especialidades, al igual que los políticos de todas las tendencias, confían en las dos leyes básicas del pensamiento mágico que J. G. Frazer enunció explícitamente en su libro más famoso, La rama dorada. Magia y religión (Madrid, FCE, 1991; original de 1922). Según el antropólogo irlandés lo semejante produce lo semejante (ley de la semejanza o magia homeopática), y las cosas que una vez estuvieron en contacto se actúan recíprocamente, incluso a distancia, aun después de haber sido cortado cualquier atisbo de contacto físico (ley de contacto o de contagio, magia contaminante). La ciudad se nos presenta así como una construcción plena de relaciones mutuas, de elementos que se parecen entre sí y de vinculaciones de todo tipo con elementos exteriores; poblada de metáforas y metonimias, las dos directrices semánticas que engendran los discursos. Forster habla del alma de una ciudad y Lorca de un río que canta. Ripellino ve fantasmas entre la bruma y Van Gogh se queda con dos colores. Moebius suprime el agua y Stern acentúa los contrastes. Wenders cree en los ángeles y Fassbinder en las alegorías de su bestiario. McKenzie canta a las flores, Taut a la noche y Bakema al “vasto espacio”. Múltiples personificaciones, supercherías, subjetividades, sinécdoques y reducciones. Pura magia.
Pero no sólo son los artistas o los políticos quienes conciben la ciudad como un objeto fascinante. También la mayor parte de los científicos se acercan a ella con un bagaje similar, si bien no enteramente, sino reservando una parte de su visión urbana al campo de la ciencia. Un historiador solvente como Lewis Mumford escribe en su obra más conocida (La ciudad en la historia) lo siguiente: “El silencio de una ciudad muerta tiene más dignidad que las vocalizaciones de una comunidad que desconoce tanto el desapego como la oposición dialéctica (…). Un drama así está condenado a tener un fatídico final”: ¿es esto ciencia? Para algunos sociólogos muy reconocidos, como Robert E. Park, la ciudad no es únicamente una entidad jurídica sino, ante todo, “un estado de ánimo”. El libro más famoso de derecho urbanístico español, las Lecciones de Derecho Urbanístico de García de Enterría y Parejo (Madrid, Civitas, 1981), se inicia con esta afirmación sorprendente: “Las nuevas formas de asentamiento (…) están rectificando los viejos módulos de la civilización campesina, que parecían haber logrado una articulación casi perfecta entre el hombre y la tierra”.
Un geógrafo de la categoría de Harold Carter llega a concluir su libro sobre Geografía urbana de esta forma: “Quizá lo que este párrafo quiere decir es que el conocimiento y la comprensión son indivisibles (…). La idea de que se puede dividir la consideración de la ciudad en limitados y claros conjuntos es una ilusión”. Algunos ingenieros de estricta formación no pueden evitar la tentación de concebir su trabajo desde categorías estéticas, asumiéndolo como “modelador profundo del paisaje” (Bertrand Lemoine). Y qué decir de los ecologistas y figuras afines. “A falta de soluciones alternativas, se ha recurrido a una especie de fórmula-exorcismo, la `sostenibilidad´, la `ciudad sostenible´, el `desarrollo sostenible” (Virginio Bettini, Elementos de ecología urbana). Por último, los economistas tampoco quedan al margen de esta lectura mágica de la ciudad: “El paso de la ciudad como simple objeto de investigación económica a categoría económico-espacial autónoma” es “un proceso de generalización y abstracción” que ha llevado a “que la ciudad pierda toda su materialidad histórica para convertirse en otra cosa: para convertirse en representación, en metáfora” (Camagni).
La ciencia trabaja con conceptos (términos de significado preciso) y certezas. Distingue niveles objetivos, acota objetos y enuncia discursos especializados (cada discurso sobre un objeto preciso, acotado, inconfundible). Los signos de ese discurso poseen significados unívocos y claros. La magia, por el contrario, no distingue niveles ni parcelas. “Constituye, en cierto modo, un discurso sin objeto que vaga por la multitud y profusión de seres que habitan en el `universo´ o `todo´, un todo sin contornos definidos” (Eugenio Trías, Metodología del pensamiento mágico, Barcelona, Edhasa, 1970). Releamos ahora las citas de los científicos que hemos espigado. Algunos utilizan términos de flagrante imprecisión: dignidad de la ciudad, drama urbano, estado de ánimo, paisaje. Otros denuncian el uso de exorcismos o metáforas. Otros consideran el conocimiento no parcelable. Y otros más, simplemente parecen poco exigentes, prácticamente acientíficos (esa articulación perfecta campesina de que hablaban Enterría y Parejo). Tenemos ciencia, sí, pero con algunos agujeros.
Y si la ciudad es mágica, como nos ha parecido ver, habrá en los discursos que a ella se refieran algunos términos sin concepto, significantes sin significado, significantes flotantes o palabras vacías que permitan al ideólogo y al mago construir discursos completos, sin agujeros de sentido. Palabras que son rémoras y obstáculos para la ciencia, desde luego; pero que también pueden servir de guía en los terrenos aún por conocer, áreas que la ciencia no cubre. Decía Mauss (y recordaba Trías) que, como quiera que el pensamiento mágico es omnicomprensivo, precisa de una salvaguarda o garantía de las múltiples relaciones de simpatía que se establecen en función de aquellas dos leyes antes comentadas. Un elemento común que haga posible los influjos y las referencias mutuas, las conexiones por semejanza o por contagio. A ese algo lo denominaba “mana”: una cualidad sobreañadida a las cosas que se halla presente en unas (+) y ausente (-) en las demás. ¿Cuál será el mana que para nuestra ciudad nos interesa designar? Acudamos una vez más a Vicente Gerbasi: conforme a sus poemas, el mana podría ser la calidez, el calor. Tal que si fuéramos físicos, creamos en el signo del calor como mana de la ciudad. Y si aquél titulaba su libro de poemas Los espacios cálidos (Valencia, Pre-textos, 2005), defendamos nosotros ahora las ciudades cálidas. Lo cálido como categoría mágica que “protesta contra el no-sentido”. El proyecto será, por tanto, formar con nuestras manos y nuestro pensamiento ciudades cálidas. Ciudades mágicas y cálidas como panaderías, donde “se amasa la pasta de la noche” (naturalmente, Gerbasi).
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