Estamos borrosos
Mirando a las playas de Siracusa, sobre el derrame de los montes Ibleos al mar Jónico, el general Nicias se dirige a los soldados atenienses. Del acto nos hace crónica Tucídides en el Libro VII de sus Guerras del Peloponeso: “Guardad y procurad hacer vuestro camino seguro con el mejor orden que pudiereis y a toda diligencia, sin pensar en otra cosa sino en que en cualquier parte o lugar donde fuereis obligados a pelear, si alcanzarais la victoria, allí será vuestra patria y ciudad y vuestros muros… porque los hombres son la ciudad y no los muros.” Aquí se ha interpretado una acción determinante de la colonización: la réplica de la ciudad con base en el desplazamiento de sus pobladores.
Mª Paz García-Bellido García de Diego, en su presentación a la tercera edición de la obra Urbanística de las grandes ciudades del mundo antiguo, sostiene que el hecho colonizador original, vinculado a un hábitat disperso, no requería edificios públicos, pórticos o foro. No es hasta la formación de un cuerpo legal de deberes y derechos que se plantea la necesidad de una presencia material, construida, que presida las relaciones de los hombres entre sí y con lo desconocido. Será en la época helenística y romana cuando la voluntad de trazar y disponer de ciudades bien planificadas y embellecidas se convierta en un reto que todos los gobernantes se imponen. La urbes devenía como causa y efecto de la civilización. Y otra cosa: el concepto de ciudad terminó subsumido en el hecho físico.
Lo vemos en la Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio: “Una vez devuelto de esta forma a Númitor el trono de Alba, caló en Rómulo y Remo el deseo de fundar una ciudad en el lugar en que habían sido abandonados y criados. Era sobreabundante, por otra parte, la población de Alba y del Lacio, a lo que había que añadir, además, a los pastores; el conjunto de todos ellos permitía esperar que Alba y Lavinio iban a ser pequeñas en comparación con la ciudad que iba a ser fundada. En estas reflexiones vino pronto a incidir un mal ancestral: la ambición de poder, y a partir de un proyecto asaz pacífico se generó un conflicto criminal. Como al ser gemelos ni siquiera el reconocimiento del derecho de primogenitura podía decidir a favor de uno de ellos, a fin de que los dioses tutelares del lugar designasen por medio de augurios al que daría su nombre a la nueva ciudad y al que mandaría en ella una vez fundada, escogen, Rómulo, el Palatino y, Remo, el Aventino como lugares para tomar los augurios. Cuentan que obtuvo augurio, primero, Remo: seis buitres. Nada más anunciar el augurio, se le presentó doble número a Rómulo, y cada uno de ellos fue aclamado como rey por sus partidarios. Reclamaban el trono basándose, unos, en la prioridad temporal, y otros en el número de aves. Llegados a las manos en el altercado consiguiente, la pasión de la pugna da paso a una lucha a muerte. En aquel revuelo cayó Remo herido de muerte. “
Según la tradición más difundida, Rómulo, enfurecido, mató a su hermano mientras lo increpaba con estas palabras: «Así muera en adelante cualquier otro que franquee mis murallas».
Remo había violado el área acotada y sagrada, sujeta a los puntos cardinales del universo, que convertía el territorio de la ciudad en una garantía de seguridad, confiada a sus dioses.
Esperando a los bárbaros
Ortega y Gasset recapitula y sigue (Las Atlántidas y del Imperio Romano), para acabar con todo: el campesino va a la ciudad (los ayuntamientos que originan la ciudad clásica no consisten en otra cosa). Los propietarios ricos del primer tiempo se van a vivir juntos en civilidad; ellos forman las “gentes”, el “senado”. A este flujo sigue el reflujo: la ciudad es reabsorbida por el campo. El gran propietario, con excepción de las viejas familias romanas, se recluye en su villa, en su latifundio, donde acaba por ejercer autoridad y hacerse señor. De este modo, el Imperio queda literalmente hecho polvo.
Pero las fabulosas conquistas imperiales requieren un ejército gigantesco, y este ejército, una cantidad muy grande de numerario. El Estado aprieta entonces a las ciudades, único lugar donde los últimos restos de comercio en moneda perduran. El campo, compuesto de islillas económicas, cada una de las cuales se basta a sí misma, ha vuelto al comercio en especie. La vida en la urbe se hace imposible. Los ricos son obligados a ejercer los cargos municipales y tienen que responder con su fortuna del contingente municipal ante el erario. Otro motivo para la fuga al campo.
En esto las guerras han llegado a la expansión máxima. Se ha acabado la caza de esclavos. El utensilio humano escasea y se encarece. La economía antigua se estrangula a sí misma.
La escasez de mano de obra obliga a no permitir trashumar al obrero ni al esclavo: quedan adscritos a la gleba. Pero, a la par, el Estado renuncia a extraer soldados del campo y se entrega a las razas extremas del Imperio, a las menos romanizadas. El ejército se hace puramente mercenario, con lo cual aumenta el presupuesto de guerra. Como dice Weber: “toda la política del Imperio en sus últimos siglos es buscar dinero”.
Entretanto los bárbaros fatigan el flanco norte del enorme cuerpo romano. Llega un momento en que no cabe más remedio que buscar en los mismos bárbaros a los defensores. Los germanos piden tierras, y el Imperio, haciéndoles pasar los grandes ríos fronterizos, los aloja en su propio cuerpo, encargándoles de la defensa.
Este fue el final. Como se ve, no hubo tal irrupción. Fue, al contrario, una absorción que el Imperio realizó a fin de poder respirar militarmente. Sus defensores, inevitablemente, acabaron por hacerse sus dueños.
Aleg(o)rías
Bien. Ahora nos podemos emplear en paralelos y moralejas, que para todo contamos con frases hechas y lugares comunes. E incluso progresar: aspiraciones materiales, la concentración de lo efímero, mucho edificio y poca templanza, un Imperio derribado (más que eso, el proyecto de una civilización). A continuación lo relacionamos con los vicios de la globalización, quitamos a los bienamados bárbaros y ponemos en su lugar a los turistas o a los consumidores (a ser posible de calidad), y a alguien que diga “la historia se repite” mientras quedamos a celebrarlo con cañas.
No. No va por ahí. Hemos llegado al punto en que desde nuestra condición de ciudadanos ya no se procura la vida, ya no significan conceptos inherentes. Nuestro día a día se somete al resultado de una contingencia, a la fatalidad. No queda comunidad que justifique la advocación del espíritu del lugar, ni cliente que conserve su templo. Nada sensible prospera, como el dios acabado de Nietzsche.
Baudrillard observó que el capital ya no corresponde al orden de la economía política, sino que la utiliza como un modelo de simulación. Quizás ahí demos con un refugio, un abrigo, una habitación en la que no tengamos que colgar de una nueva forma de consumir a cada instante.
Porque así, sin cuidarnos, lo que una vez sentimos como ciudad va a desaparecer.
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