Delicatessen.
En el relato “Tanta agua tan cerca de casa” (Raymond Carver, antología “Short Cuts: vidas cruzadas”), emerge de un río el cadáver de una joven violada y asesinada, justo donde cuatro hombres están pescando. Considerando irremediable la situación, prosiguen con normalidad su recreo, sin dar cuenta del hecho hasta su regreso tres días después.
Sin compasión, Carver nos reduce a un gesto corriente sobre espacios carentes de significado, medio de una sociedad producto del desastre y la fatalidad, cuyos individuos son mera consecuencia del tiempo, el que se marca en la casa ante la mesa de la cocina o el televisor. Fernanda Pivano, en su prólogo a la edición italiana de “Di che cosa parliamo quando parliamo d’amore”, sitúa el suspense de la narración en el propio vacío, para cuya lógica el lector no está preparado: aquí se mueven autistas y peones, contables jubilados y administradores de motel, vendedores de libros de texto y panaderos, empleados de supermercado y camareras de restaurante, basureros y parados. Pobres diablos que no sueñan con tener éxito, sino “de poner un poquito de serenidad y un poquito de leche y comida en la mesa, y de poder pagar el alquiler”. Se trata de vidas desahuciadas, corrompiéndose con trabajos sórdidos en lugares sórdidos. Sufren muchísimo a causa de la incapacidad de comunicarse, fruto de la terrible amenaza que planea sobre la vida cotidiana, la imposibilidad de comprender no sólo por qué ha sucedido algo, sino también que ha sucedido algo.
No queda ninguna aspiración, sólo la silueta de unos pobres y solitarios diablos, ajenos a los misterios de la vida, cuya adversidad es tratada con calma y sin prejuicios. La calidad del personaje radica en lo mezquino que sería capaz de ser si otros no estuvieran mirando o, al contrario, en el alma de quienes aún pueden sentir la desolación que les inspira semejante comportamiento.
Carver no pretendía compartir la dureza de su pasado con los lectores, como tampoco quería que le entendieran. Todo le parecía demasiado cruel para contarlo. Creía más importante la descripción de la miseria, lo absurdo, la desesperanza del modo más claro y minucioso posible.
La intensa exploración de estos motivos lo movió a una técnica minimalista, desquiciada por su editor Gordon Lish, que no solo recortó sus relatos sino que también los hizo más elípticos, abiertos, oscuros, violentos, duros e insensibles. Carver sintió su obra objeto de amputaciones quirúrgicas y trasplantes, lo que le condujo a perder la articulación narrativa y, en definitiva, la cancelación de la facultad de expresión. Temió perder su cordura: llegar al tuétano, no solo al hueso.
Al final logró recuperar la esencia de sus personajes: restituir el aire, la aspiración, que al extremo de la calamidad nos distingue como seres humanos. No recortarles nada, jamás.
Otro editor de esos ha venido a ocuparse de nosotros. La chica flotando va a ser poco.
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