Los Ángeles 1932.
A Pierre de Frédy, Baron de Coubertin, debemos la recuperación de los antiguos Juegos Olímpicos para la era moderna. Siguiendo la cultura clásica, Coubertin sostenía la firme convicción de que en éstos la manifestación artística constituía una parte tan esencial como las pruebas atléticas: sin arte los Juegos no eran más que unas meras competiciones deportivas entre países. Así, planteó un “pentatlón de las musas”, configurado con base en concursos de arquitectura, escultura, pintura, música y literatura. La ciudad era importante, por lo que en “arquitectura” se deslindaba el aspecto urbanístico.
No fue hasta los Juegos de Estocolmo (1912) que la iniciativa pudo ponerse en práctica, y ello superando la renuencia de los suecos a premiar aportaciones que sentían de tan embarazosa evaluación. La participación resultó exigua, y tan escaso entusiasmo afectó al espíritu de los jueces, que apenas reconocieron una pieza de escultura, así como el estimable diseño de un estadio olímpico, propuesta de los arquitectos suizos Laverriere y Monod, y la “Marcha Olímpica Triunfal” del italiano Ricardo Barthelemy.
Tras la Primera Guerra Mundial, y la nula relevancia que a estos efectos reportaron los Juegos de Amberes (1920), París representó la eclosión del interés internacional: el Grand Palace se llenó de obras, entre las que destacó la pintura de Jack B. Yeats (el hermano de William): “Natación”. En cuanto al urbanismo, dos estadios (Hensel, Lambert) y el parque central de Hamburgo (Läuger).
Los Juegos de Amsterdam (1928) mantuvieron la estela favorable de París, viéndose apoyados por la gestión de la Primera Dama de los Estados Unidos, Grace Coolidge, que consiguió reunir un extraordinario conjunto de planes y proyectos de arquitectura sobre instalaciones para el desarrollo de la actividad deportiva a cubierto, entonces poco habituales en Europa. No obstante la preciosa calidad de la participación norteamericana, recayó la medalla de oro en arquitectura sobre los franceses Saackem, Bailly y Montenot por su diseño de un circo para espectáculos taurinos, de franca inspiración iluminista. Los premiados en el apartado de ciudad concretaron sus trabajos sobre tipos diversos de centros deportivos vinculados a intervenciones sobre áreas libres (Hughes, Klemmensen, Verbeke).
Los Juegos de Berlín (1936) ofrecieron al aparato de propaganda nazi una ocasión inestimable de emperifollar el régimen y de paso alardear de su pretendida supremacía racial. Con esta premisa ofrecieron incorporar las categorías de cinematografía (rechazada por el propio Coubertin, al que no escaparon las intenciones de Goebbels) y danza, invitando a la legendaria bailarina y coreógrafa Martha Graham, que declinó la llamada con estas palabras: “Demasiados artistas que respeto y admiro han sufrido persecución, han sido desposeídos de su derecho a trabajar, y todo por razones tan injustificadas como ridículas; por ello me resulta absolutamente imposible identificarme, de aceptar esta invitación, con un régimen que ha actuado de semejante manera”.
En la parte urbanística, el podio fue ocupado por la ordenación del recinto del Reich Stadium (Werner y Walter March), el Parque Marino de Brooklyn de Charles Downing Lay (buen arquitecto paisajista, conocido por su notable labor en el diseño y gestión de espacios libres de los ámbitos suburbanos de Nueva York, Massachusetts, Rhode Island y Connecticut, así como su denodado afán por la consecución de la plena accesibilidad a los mismos), y la ordenación de los usos deportivos del Plan General de Colonia, de Theodor Nussbaum (que debe ponerse en relación con los trabajos que entonces desarrollaba Fritz Schumacher en el entorno metropolitano de la ciudad).
Los Juegos de 1940 se programaron para tener sede en Tokio, siendo trasladados a Helsinki y finalmente cancelados tras la invasión de Finlandia por la Unión Soviética en los albores de la Segunda Guerra Mundial. En plena superación de los desastres de la guerra, Londres (que en principio hubiera organizado los de 1944) acogió los de 1948, donde el entusiasmo por la sección de Arte alcanzó tales cotas que naciones como Canadá e Italia convocaron importantes concursos para seleccionar las obras a presentar. Aquí destacaron los recintos de atletismo de los fineses Lindegren y Niemeläinen (oro y bronce), y el Pabellón Deportivo con Anexo gimnástico de los suizos Knupfer y Schindler (plata).
Y en Londres terminó todo. En la asamblea del Comité Olímpico Internacional de 1949 se suscitó la controversia del carácter profesional de los artistas participantes, en tanto los deportistas habían de ser forzosamente amateurs. La concesión de una medalla olímpica se interpretaba entonces como el gracioso otorgamiento de una plusvalía injusta al presunto tráfico mercantil de la obra premiada. En consecuencia se propuso no dispensar ninguna clase de distinción a los trabajos de la sección de Arte. Posteriormente, quienes se opusieron a semejante medida lograron salvar el formato original con la condición de que los artistas donaran las obras galardonadas a sus respectivos comités olímpicos.
La falta de compromiso con la decisión adoptada llevó a que los Juegos de Helsinki (1952) prescindieran del “pentatlón de las musas” de Coubertin, quedando relegado este aspecto del viejo olimpismo a ferias y muestras asociadas al circuito turístico generado en torno al evento o, como se hizo en Atlanta 1996, integrado en ofertas que en un solo boleto comprendían, por ejemplo, la asistencia a las series eliminatorias del lanzamiento de jabalina, los partidos del baloncesto femenino, y sendas representaciones de la Sinfónica de Atlanta y el Dallas Black Dance Theater.
Y fue así cómo la condición amateur del olimpismo quedó a salvo para siempre jamás.
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