Notas para la conferencia del mismo título, desarrollada en el Colegio de Arquitectos de Salamanca, el 9 de noviembre de 2007, con motivo del día mundial del urbanismo.
Le Corbusier escribió su libro Cuando las catedrales eran blancas en París, en el año 1936, meses después del viaje que realizó a Estados Unidos por invitación del MOMA (Museum of Modern Art de Nueva York) para dar una serie de conferencias en varias ciudades. La primera edición en francés data de 1937; y en castellano, de 1948 (Buenos Aires, Poseidón. Hay una edición más reciente en Apóstrofe, 1999). Tiene dos partes: la primera, "Atmósferas", es breve y actúa como introducción a la segunda, "Estados Unidos de América", en la que, a lo largo de 46 capítulos (cortos) comenta su impresión de la visita, centrado especialmente en Nueva York, y expone, entretanto, sus teorías de regeneración urbana. El libro sigue siendo entretenidísimo. En parte, desde luego, por la desmesura, egocentrismo gracioso y mezcla de razón y mito que, siempre que se lea en dosis breves, le favorece. Pero también porque invita a pensar en la situación actual de las ciudades, donde se pueden ver muchos de los signos a que se refiere Le Corbusier, aunque ahora extendidos a las ciudades de todo el planeta. Por de pronto, las catedrales han vuelto a ser blancas.
Un mundo naciente
Para entender mejor el verbo florido (realmente selvático) del arquitecto franco-suizo, conviene sintetizar su posición previamente. Podemos servirnos del artículo en que se reseñaba la primera edición francesa, firmado por René Barjavel y publicado en Micromegas, nº 8-10, de mayo de 1937. Fijémonos en cuatro aspectos de su tesis: el ímpetu de la época, las posibilidades técnicas, su propuesta de ordenación y los rasgos más nefastos de la realidad. Ímpetu: Para Le Corbusier, cuando se cosntruyeron las catedrales eran blancas, frescas y jóvenes (y no negras y viejas, como en el siglo XX) porque se vivía una época vital, con empuje, donde el mundo, dotado de una nueva y poderosa tecnología, recomenzaba. ¿Hoy también? Técnica: La potencia de Nueva York, que se mostraba, por ejemplo, en la dimensión de sus edificios, permitía ver las posibilidades de la técnica, era la prueba de que se podía hacer una ciudad diferente. ¿No es hoy la técnica tan omnipresente y potente como entonces?
Propuesta: Era la de la "ciudad de 3 millones de habitantes" y la de la "ciudad radiante". Rascacielos enormes (de 60 plantas), bien separados; tráfico rodado segregado y abierto hacia el exterior; un gran campo verde y peatonal; generalización de los "placeres sencillos" (luz, sol, aire puro, espacio); pocos desplazamientos (lo que lleva a mayor tiempo de ocio y de vida doméstica); implantación de redes técnicas (incendios, ascensores, etc.). ¿No hay rascacielos por todas partes? ¿Cuál es el proyecto de ciudad que se está implantando? Realidad: La ciudad es un caos, está movida por el dinero. Las familias, rotas, se derrocha suelo (la dispersión, el suburbio) y tiempo (en transportes), la ciudad está muerta y el campo también, hay ruido y congestión. ¿No es posible ver también estos rasgos en la ciudad actual?
Post del viaje
Realmente son post, un puñado de entradas a un inexistente blog. El estilo desenvuelto, asistemático, sin complejos (¿complejos Le Corbusier?), que trata de esto y de aquello sin problema. Más parece al estilo típico de los actuales blogs que a cualquier otra cosa. He seleccionado unos cuantos capítulos, casi al azar, para comentar su contenido. Seguiré un orden distinto al del libro: primero el viaje, luego "las atmósferas". Dejaré fuera la mayor parte de las anécdotas, que quedarían para la exposición pública de la charla.
Del capítulo Motivo del viaje me interesa destacar algunas de las expresiones que utiliza, porque son significativas: habla de "escala humana" y de brutalidad; pero también de la felicidad como objetivo del planeamiento, si bien "superando la simple utilidad" (es decir: atendiendo al arte, a la poética), y buscando también las "alegrías del corazón". En Nueva York. Una ciudad que está de pie se refiere a esta ciudad como "una catástrofe" (lo hará muchas veces), "pero bella y digna". Es la ciudad que le interesa, porque no hay otra semejante: Fez está amodorrada, en Buenos Aires no reina el orden y en Barcelona hay erupciones revolucionarias. Roma está abrumada por la escenografía, Moscú no posee técnica suficiente y Argel, aunque juvenil, está "frenada por sus ediles". No se buscará la conservación ni mantener el encanto de las ciudades, sino la creación, la fuerza y la audacia que caracterizó a la época de las catedrales blancas.
En I am american destaca la buena intención de este país, si bien les falta tener las ideas más claras (las suyas, naturalmente). "El apretón de manos de Nelson Rockefeller es el apretón de hierro de un campesino". Por eso es a la vez la ciudad de la esperanza y ciudad sin esperanza. La palabra ahora será "armonía". Le Corbusier no parece tener nada claras las ideas sobre la población del slum, limitándose a ofrecerles la promesa de aire, sol y luz. La ciudad de los tiempos modernos puede "derramar intensamente felicidad cotidiana sobre todas esas familias oprimidas -esos niños, esas mujeres, esos hombres atontados por el trabajo, aturdidos por el ruido de herrajes de los subways o los elevated- que todas las noches, al cabo de su destino, se desploman en el callejón sin salida de la covacha inhumana".
Cuando habla de que Las calles son ortogonales y el espíritu es libre valora la estructura viaria en parrilla. No se trata de un detalle -dice-, sino de una "estructura biológica esencial". Al fin y al cabo la ciudad sería "una biología", y las calles el tubo digestivo. Y, que él sepa, "no hay iglesia ni palacio a la entrada o salida del tubo" (digestivo del ser humano, se refiere). Esa estructura abierta da libertad: Millones de seres viven allí a sus anchas, con libertad de espíritu. En otro capítulo se muestra orgulloso de su boutade: Los rascacielos americanos son demasiado pequeños, porque según él deberían contener de 10.000 a 40.000 usuarios cada uno, dejando libre del 80 al 90% del suelo urbano. Eso sí, les falla (entonces) la poética. Los rascacielos son más altos que los arquitectos: "Me sentía disgustado por la deficiencia de la imaginación arquitectónica en tantos lugares en que hay posibilidad de descubrir la calidad de la invención".
En el capítulo titulado ¡En sótanos! se dedica a ponderar la tecnología americana de entonces: se asombra ante las puertas que se abren solas, aprecia que funcionen los ascensores y comenta que "no hay incendios en los rascacielos". En cualquier caso "son tan grandes como para tener sus propios equipos de bomberos", porque -insiste- "el rascacielos es bastante grande como para que se haya podido gastar el dinero necesario para hacerlo bien". En el titulado Un millón y medio de automóviles se centra, naturalmente, en el tráfico. Era un desastre, ya entonces. "No es el peatón, innumerable y dócil, quien causa la desventura". La causa es la deficiente planificación urbanística. Según él, deberían evitarse tantos cruces, tantos cortes al flujo de los coches.
Otro capítulo se titula Ningún árbol en la ciudad. El árbol es "el amigo del hombre" y es necesario en la ciudad: "Privado de árboles, quedará sólo dentro del artificio de sus creaciones". Pero Nueva York tiene el Central Park: un logro que le parece admirable, signo de una sociedad fuerte. Cuando habla de El gigantesco puente de Brooklyn subraya, una vez más, la dimensión grandiosa que posee: "Imaginen las catedrales blancas sobre un mundo aún incompletamente formado, erguidas, rectas, por encima de las casitas. No tenemos derecho a lanzar invectivas contra la dimensión ni evocar la mesura encerrándonos en un egoísmo hecho de pereza". Resultan un tanto inquietantes algunas metáforas del autor: El puente de Brooklyn es "fuerte y rudo como un gladiador", mientras que el puente de George Washington "es sonriente como un atleta".
El capítulo denominado La catástrofe mágica, que se dedica a evocar las dos catástrofes de la ciudad. La primera, el slum y el trato a los negros. Tampoco está fino aquí Le Corbusier. Incluye esta frase, por ejemplo: "Los neoyorkinos no se encuentran jamás con ellos (con los barrios pobres). Los ignoran". ¿Es que los habitantes del slum no son neoyorkinos? La segunda catástrofe es una "catástrofe mágica": el conjunto de rascacielos, que hacen de Manhattan una "ciudad de pie". Cuando relata Un almuerzo de hombres de negocios en Boston dice notar "que la cuestión sexual está presente". Y vuelve a sus tesis, a su propuesta que arregla todo, y también esto: "Relaciones entre hombres y mujeres. Crimen urbanístico de las regiones urbanas espantosamente dilatadas. Vida cotidiana abortada por culpa del desequilibrio de los tiempos mecánicos. El núcleo familiar está afectado. Benditos rascacielos de 300 m. de altura".
En Todos atletas trata el tema de la enseñanza universitaria. Y así como en las universidades americanas se cuida mucho la educación física, Le Corbusier cree que no se ha implantado suficiente ni adecuadamente el espíritu moderno en la enseñanza de la arquitectura porque "no existe gimnasia intelectual que flexibiliza los espísitus en el mismo momento de la formación profesional". En consecuencia, el academicismo está arraigado por doquier. "En Estados Unidos, el profesorado está en las antípodas de la gente de negocios".
Otros capítulos como La familia partida por la mitad, Espíritu mecánico y negros o El gran derroche, por ejemplo, completan la exposición de las ideas del arquitecto europeo. Y finalmente se despide de Nueva York con unos dibujos y una apostilla, que se incorporará como subtítulo general al libro: "En el país de los tímidos. Libertad". (Los tímidos son los americanos, que pudiendo construir la ciudad que les propone Le Corbusier, no lo hacen. Se supone que por timidez.
Los capítulos de la primera parte son menos interesantes, más anecdóticos, si cabe. Se refieren a la ciudad europea, y son extraordinariamente críticos. Uno se refiere al poder del dinero, otro a la necesidad de creer en la técnica, por encima de las soluciones tradicionales (aquí llega a decir: "Cuando las catedrales eran blancas no se aplicaba el reglamento. Las catedrales eran antirreglamentarias"). Otro más habla de la grandez del espíritu: "Cuando las catedrales eran blancas el universo entero estaba soliviantado por una inmensa fe en la acción, el provenir y la creación armoniosa de una civilización". El capítulo primero, cuyo título coincide con el del libro, se refiere a la necesidad de participación de la población en la empresa urbanística. Cuando se construyeron las catedrales, comenta, la participación era unánime, y no de cenáculos. Estaba "el pueblo en marcha". Comenzaba un mundo "nuevo, blanco, límpido, alegre, aseado", que se abría "como una flor sobre las ruinas".
Un mundo confuso
Qué agobio, Le Corbusier, amigo. Es verdad que muchos de los signos que comentas en tu libro se repiten hoy. Aunque espero que no todos: a los pocos meses de publicar "Cuando las catedrales..." estalló la Segunda guerra mundial. No obstante, repito, de alguna manera se ha cumplido su programa. Y los argumentos que escuchamos cuando se propone construir nuevos rascacielos, en cualquier ciudad del mundo (¿dónde no?), abundan en que la técnica va a resolver todo, todo, todo. En que es más razonable (sin razones solventes) aglutinar todo en vertical que asentarlo en un territorio más extenso. Más aún: se han cumplido los dos programas de Le Corbusier, el que pretendía promover y el que rechazaba. Se crece y se apela a una creatividad sin límites, pero también se conserva como nunca. Ya digo: las catedrales han vuelto a ser blancas. Pero es extraordinariamente difícil hacer un planteamiento al estilo de nuestro atómico arquitecto. El mundo no es naciente, es confuso. Y el futuro, si es que todavía se puede hablar de él, no hay quien lo pueda definir con un mínimo de credibilidad.
Cuando dejen de ser blancas las catedrales
París fue la capital del siglo XIX y Nueva York la del XX. Le Corbusier estaba obsesionado con ese cambio de capitalidad, y las comparaciones entre una y otra ciudad son una constante en el libro que comentamos. La capital del siglo XIX será Shanghai. Repito: ¿proceden nuevamente las comparaciones? No lo sé. Pero hoy, que se celebra el Día Mundial del Urbanismo, y ante la creencia de que el tipo de argumentación de Le Corbusier está muy presente en la profesión, me parece necesario hacer una advertencia sobre el fondo de su argumentación, aún muy vigente.
Recordaba Isaiah Berlin, en sus Cuatro ensayos sobre la libertad (capítulo VIII de "Dos conceptos de libertad"), la habitual creencia de que "en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente de algún pensador individual, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia, o en el simple corazón de algún hombre bueno no corrompido, hay una solución final. Esta vieja fe se basa en la convicción de que todos los valores positivos en los que han creído los hombres tienen que ser compatibles en último término, e incluso quizá tienen que implicarse unos a otros". De esta forma, lo justo y lo bello irían de la mano, así como lo funcional, lo económico, lo sostenible, lo eficaz y lo poético.
Todo lo contrario. La experiencia más bien nos dice que unos y otros valores pueden entrar en conflicto, y que a menudo lo hacen, incluso de forma violenta. Nada asegura que el universo humano haya de ser un cosmos, una armonía. "Admitir que la realización de algunos de nuestros ideales pueda hacer imposible la realización de otros" parece más que razonable. De modo que la cuestión no será ver en qué acertó y en que se equivocó Le Corbusier y cuál puede ser la alternativa. El primer objetivo, más allá del infantilismo perverso que cree que todo ha de venir en el mismo paquete (en el mismo proyecto), ha de ser elegir las prioridades. ¿A qué ha de responder, por delante de todo lo demás, la ciudad? ¿No habrá que dejar un poco en paz a las catedrales, permitir que se cubran con algo de pátina, y centrarse en lo importante? ¿No habrá que dirigir el ímpetu de la época y la fuerza de la tecnología hacia otras empresas? Quizá entonces, con las catedrales un poco mas grises, más sucias, menos radiantes, hayamos podido poner un poco más en orden las ideas y las prioridades. Ahí te quiero ver.
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