Aplicaciones urbanísticas de la teoría del color
Nuestra cultura es cromofóbica. Nos fijaremos, para confirmarlo, en tres episodios. Sólo en tres, de cientos que podríamos encontrar. Aristóteles, en su Poética: “Una distribución azarosa de los colores más atractivos jamás produciría tanto placer como la imagen certera sin color”.
Rousseau (Ensayo sobre el origen de las lenguas): “Los colores, bien modulados, proporcionan placer a los ojos, pero ese placer es puramente sensorial. El dibujo es la imitación que dota a estos colores de vida y de espíritu, son las pasiones expresadas por ellos las que nos alcanzan, los objetos representados por ellos los que nos conmueven. El interés y el sentimiento no dependen de los colores; las líneas de una pintura conmovedora nos emocionan en un grabado con la misma intensidad: borrémoslas de la pintura, y los colores dejarán de tener ningún efecto”. Melville (Moby Dick): “Consideremos que el resto de los colores que hay en la tierra –cada ornamento majestuoso o precioso-, los dulces matices de los cielos y los bosques al atardecer, sí, y todo el ornado terciopelo de las mariposas, y las mejillas ruborizadas de las muchachas, no son sino sutiles mentiras, que en verdad no son inherentes a las sustancias, sino que son pintadas desde fuera. Pues así la Naturaleza, toda desafiante, pinta exactamente igual que una ramera, cuyos encantos sólo sirven para cubrir el osario que hay en su interior”. Como una ramera, nada menos. Y ¿cuántas rameras vio Herman Melville para hablar con tanta soltura?
En fin; cuando Goethe escribió su Teoría de los colores nos indicó el camino: “Cabe mencionar que las naciones salvajes, la gente inculta y los niños sienten una especial predilección por los colores vivos; que los animales se excitan hasta la ira por ciertos colores; que la gente refinada evita los colores brillantes en sus atuendos y en los objetos que les rodean, y parece inclinarse a desterrarlos por completo de su presencia”. En efecto, así nos va. Un mundo refinado y despojado por completo del color, ése es el panorama que nos promete nuestra occidental cultura urbana. Más abajo, África está llena de colores. Y a la derecha, qué decir de Oriente. Pero nosotros “estamos de regreso a una blancura apacible, incorpórea, incolora. De regreso al sepulcro blanqueado” de nuestro tiempo, que evita como la peste la “droga del color” (David Batchelor, Cromofobia).
Estamos equivocados. Rechazamos el color por un atavismo ancestral que nos presenta el blanco como expresión de la limpieza, claridad, salud, moral y razón. Pero también puede ser signo de tristeza, decadencia, muerte. Veamos qué decía Julia Kristeva al estudiar a Giotto: "La alegría de Giotto es la alegría de un sujeto que se libera del dominio trascendental de Un Significado (blanco) (...). La alegría de Giotto irrumpe en las armonías y los estruendos cromáticos que guiaron y dominaron los frescos de la Capella dell´Arena" (cit. por Batchelor). Si queremos contento, fuera grises: regresemos al color.
Porque el color, determinados tonos, da calor al ambiente, lo hace más agradable, más confortable, más vivo. No sólo el color de las cosas que en tal lugar se encuentren, sino el color de la luz que allí se instale. La luz cálida, de tonalidad amarillenta a rojiza, como la del sol (especialmente al atardecer: ver esta foto), proporciona el efecto de calidez. Los colores cálidos (los de la fruta, los de la carne) producen una sensación de proximidad, hacen sentir bien a las personas y transforman el espacio en un lugar más íntimo. Por eso los centros históricos, cuajados de naranjas, ocres, tostados, pardos y rojizos, nos resultan acogedores. Y de ahí que convenga elegir los colores de las fachadas y los suelos, de los muebles urbanos y los ornamentos, para que, junto con el color de la luz natural, las luces artificiales y las reflejadas, creen un entorno de luces cálidas.
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Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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