Detalles de una gentil y antigua cortesía hacia la calle
Entre dos balcones, hacia la calle, un ramo de flores. Puntualiza el paisaje urbano con un trato afable. Y si la cordialidad se extiende entre los vecinos, la calle es un regalo. Y andar sería entonces caminar bajo las flores, “donde el jazmín blanco se entrelaza con la rosa, sonriendo a la mañana” (dueto de las Flores, de la ópera Lakmé, de Léo Delibes, y varios anuncios de perfume).
Son múltiples los detalles que podemos encontrar en el espacio urbano que dan cuenta del interés de los vecinos por amabilizarlo. No nos referimos sólo a esos ornamentos de la arquitectura, que si muchas veces son sólo retórica vacua (de cargante pretenciosidad), en otras ocasiones (abandonando una pulcritud puritana e inútil) suponen el reconocimiento de la calle. Remates de los tejados, cornisas o rejerías de la arquitectura tradicional; pero también juegos formales (quizá motivos vegetales o geométricos), cintas, frisos, juego de toldos, juego de colores de toda época. En todos los casos, de alguna manera, celebraciones de la vida urbana. Nos referimos también a otros gestos no arquitectónicos.
Y quizá el ejemplo más representativo de esa actitud sea el de las flores, las humildes macetas dispuestas de muy diversas maneras, en la fachada o en el suelo de la calle. Formando grupos o como lluvia de elementos sueltos, de gran tamaño o extremadamente discretos. Pero en todo caso, vinculadas a unos vecinos que voluntariamente las fijan y las cuidan. Un detalle propio de una cortesía sostenida de la vecindad, que los adornos arquitectónicos, decididos en el momento del proyecto, no poseen.
Si bien no pueden resolverse sin atender a algunos aspectos técnicos (la luz, el riego, los humos, incluso las ordenanzas), lo cierto es que estas exigencias no suelen ser determinantes. Por eso pueden verse flores en casi todos los tipos de lugares urbanos. Los hay casi sin luz, otros casi clandestinos. A ras de suelo y a ras de cielo. En grandes ciudades y en pequeños pueblos. En obras de lujo y en las más modestas. Viejas y nuevas. Grandes y minúsculas. De cualquier cultura.
Con “gentil galanía, gentil gentileza” (que diría Juan del Encina) se van haciendo levemente fecundas las fachadas de las casas, en una infinita variedad de sutilezas que apuntan hacia esa calle “que el hombre busca desde que el mundo es mundo, desde que el cielo es techo” (Braulio Arenas). Porque (como también nos recordaba Bernardo de Balbuena), al igual que da “rosas abril y el cielo estrellas, Chipre (nos da) azucenas” y, con el verano, también la calle puede ofrecernos flores. Con la misma naturalidad.
Flores donde la lluvia se enreda, y que tamizan la luz que llega abajo. Como en esta foto de bocha, fehaciente réplica del poema de Baldomero F. Moreno titulado precisamente “Setenta balcones y ninguna flor”. Flores que dan compañía al peatón y que a todos nos sugieren un leve sentido de la ciudad, más optimista (como algunos poemas prestados). Flores que (y ahora deberíamos leer a Cernuda) pueden servir al menos para que el viento extranjero no toque en vano los vidrios de nuestras ventanas.
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Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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