Una idea irreligiosa del patrimonio protegido
La relación de la ciudad con el pasado y el futuro es siempre difícil de establecer. No sólo por su complejidad: también por su complicación. Pues resulta ciertamente complicado acertar con la dosis de recuerdos y la proporción de sueños. Saber hasta dónde estamos dispuestos a renunciar, hasta qué punto admitir pérdidas para implantar mejoras, y qué grado de desesperanza nos puede proteger de la intolerancia. Se trata de unos cálculos fundamentales para el urbanismo, porque del acierto en las proporciones de esas mezclas depende el bienestar de la vida urbana. Sabemos que en la ciudad, como en el buen clima, ha de guardarse simetría entre los distintos signos y las diferentes formas del tiempo. Sabemos que en la ciudad, como en la buena vida, debe haber equilibrio entre logros y ruinas. Pero ¿cómo acertar? Pensemos en ello con la ayuda de algunas metáforas.
1. La buena muerte. Sin mística. Nada de Ruskin. Pensamos en una ciudad donde algunas cosas mueren y otras nacen y las sustituyen (y quizá de alguna forma las prolonguen), sin muchos aspavientos. Se trataría simplemente de aceptar de buen grado la temporalidad y el acabamiento de todo. Y ya está. ¿Finalizaron los días de este viejo edificio? Pues se acabaron. ¿Concluyó el tiempo (incluso, por ejemplo) del Partenón? Pues concluyó. No hay por qué hacer tragedia. Fue bello mientras duró. A otra cosa.
2. Prudencia y aventura. Pensamos en una ciudad que guarda sus joyas, pero que también invierte sus tesoros (capitalista, vamos). Que vive la metáfora de la aventura. Lo que quiere decir que ha de combinar prudencia y riesgo. Prudencia, manteniendo en lo posible sus mejores piezas, elementos, paisajes y vistas. Pero promoviendo también la mejora, que siempre arrastra inevitablemente algún tipo de cambios, y alguna pérdida. Pensamos que podría cuantificarse esta relación, aunque no sabemos cómo. El geógrafo Milton Santos, para superar la insatisfacción intelectual de tratar por separado el espacio y el tiempo (“dos categorías inseparables”, según explicaba) incorporó la noción del acontecimiento: cada uno de los sucesos o eventos de la actualidad que se daban en la ciudad la conferían ese “sentimiento de aventura” que acompaña a la certeza de que ningún momento se va a repetir. Es verdad: la vida se hace con acontecimientos. Cuando Rick se despedía de Ilsa en Casablanca, advertía que “siempre nos quedará París”: se refería, como sabemos, al recuerdo de París. Nada impide que tomemos un avión hacia nuevas aventuras urbanas, siempre que guardemos el recuerdo de lo que fue París. Por cierto, ¿no es buen momento para escuchar algo de música?
3. Cenizas y mausoleo. Pensamos en una ciudad que atiende a la conservación de las huellas pasadas en relación al bienestar de los que están, y no como referencia (o mito) de los que estuvieron. Hasta hace algunos años parecía un signo de calidad, al morir, levantar mausoleos. O en su defecto, lápidas y cruces que pudiesen durar. Pero ahora se va abriendo paso la fórmula de las cenizas: dispersarlas en el mar o en la montaña, sin dejar rastro, salvo en la memoria personal e íntima de algunos. Máxima discreción en su impacto sobre el territorio, en su presencia en el paisaje. Un cambio en las costumbres que ha de trasladarse a la ciudad en su conjunto. No hacen falta homenajes a los que se fueron, sino bienestar a los que convivimos. Y ese bienestar, es cierto, nos aconseja atemperar las transformaciones urbanas y asegurar una cierta cantidad de pasado en el tejido urbano (garantizar un determinado porcentaje de edificios catalogados, un porcentaje de barrios protegidos, etc.). Pero catalogar y proteger por el bienestar del presente, no por la mística del pasado.
4. Naturaleza y artificio. En algún sentido la conservación urbana y la de los espacios naturales convergen (K. Lynch insistió en esta idea). Y viene bien: vincular la protección de la naturaleza y el artificio, la ciudad y el campo, puede ser útil si nos planteamos la necesidad de proteger de forma equitativa todo el territorio urbano. Los sectores de la periferia tendrían más signos de campo; los del centro, más ciudad. Pero en las dos zonas encontraríamos un mismo o equivalente impacto e intensidad de protección, un semejante peso del pasado. La escala también suele ser diferente en las dos zonas. Incluso podríamos hablar de que el grano de la protección de elementos de naturaleza urbana (construcciones artificiales) nos podría indicar la centralidad, mientras que la extensión de las piezas no construidas donde se trata de preservar los procesos naturales nos permitiría hablar de campo.
5. Muñecas rusas. No sólo se protegen edificios. También barrios, calles, distritos, áreas (la zona habitualmente denominada “centro histórico” es prototípica), etc. Si se protege un barrio, han de protegerse sus elementos constitutivos esenciales (edificios, calles, vistas, ambiente, patrones de diseño, tipologías, etc.), con argumentos derivados de la primera protección. Pero a su vez, la protección de ese mismo barrio implica y supone la de la ciudad, o al menos la del distrito que contiene a aquella vecindad. La exigencia de racionalidad nos empuja a trabajar con muñecas rusas, que arrastran los argumentos, la narración y las determinaciones hacia abajo (o hacia adentro). Pero también hacia arriba. Insistimos: las determinaciones de conservación de esa colección de placas que indican que algunas casas están (o estuvieron) “aseguradas de incendios”, por ejemplo, supone, de alguna forma, la protección del barrio que las contiene.
6. Prorratear la historia. Es necesario distribuir la sensación de historia en todo el espacio urbano. Como dijimos antes, cabría cambiar de elemento portador de la historia (aquí insistir en los recuerdos de las construcciones y actividades agrícolas, allí en los de palacios, oficios o iglesias), pero procurando la buena distribución. Promoviendo una misma intensidad del pasado en cada uno de los barrios de la ciudad.
7. Magdalenas de Proust. Y no sólo atender a lo visual. Hay elementos urbanos de gran valor histórico que parecen alojarse mejor en perfumes, sonidos, ambientes. Pocas cosas traen con mayor eficacia el pasado que el olor de una higuera, por ejemplo. Pocas cosas parecen más sugerentes (o inquietantes) que el eco de los pasos en ciertos lugares. (Y en paralelo, las sensaciones contrarias: pocas cosas más desagradables que ciertos olores o ruidos).
8. Edificios achacosos. Una ciudad a bien con su pasado no puede dejar de mantener un tono amable con sus elementos viejos. Más allá de esa tontada de distinguir lo viejo de lo antiguo (valorando lo último, como si tuviese un plus de antigüedad, mientras que lo primero, lo viejo, sólo sería el producto de la decandencia), la ciudad debe estar a bien con las piezas viejas. De alguna forma mantenerlas. Contar con ellas. Lo peor sería dejarlas a su aire, sin intervenir en la zona. Interesa, por el contrario, valorar su condición. Y no como “construcciones antiguas secundarias”, cuya misión en esta vida es la de “dar escala” a los monumentos, formar un entorno más o menos de época que ayude a valorar los BIC (bienes de interés cultural), algo así como hacer la ola a los monumentos. No: valorándolas por lo que son.
9. Edificios con gabardina. También debería procurarse un tono amable (urbanísticamente amable) con lo feo, con lo pasado de moda (como esos personajes con gabardina que protagonizan “La gran familia”). Con los episodios urbanos fallidos del pasado reciente. No ya lo viejo, sino lo fallido. Pues esas son las verdaderas ruinas; las otras, las del viejo convento abandonado, gustan a todos. Nos referimos a las que nadie quiere. Estos espacios, junto a los del punto anterior, que forman el grueso de la ciudad, no lo olvidemos.
10. Ropa tendida. Es urgente desaristocratizar la conservación. Abandonar la idea de disponer usos nobles en los edificios antiguos catalogados. ¿Por qué? ¿El uso de almacén distorsiona la conservación de un edificio histórico más que los despachos de los funcionarios de Patrimonio, por ejemplo? Se mantiene la idea de que lo noble ha de ser noble siempre. Y que donde antaño se decía misa hoy no puede ser un almacén de compresas. ¿Por qué? La ropa tendida forma parte de la vida urbana, y en los edificios que no tienen patio en algún lugar deben colgarla a secar. No hace falta el pintoresquismo de Nápoles para justificarla. Basta con desaristocratizar unos monumentos que cumplen perfectamente su función histórica sin necesidad de ser ocupados por los nuevos poderosos (sí: los funcionarios de la Administración).
11. La razón cervantina. A pesar de tratarse de un tema escurridizo, es necesario, como actividad pública que es la protección del patrimonio cultural, racionalizar en lo posible las decisiones. Desde los años 60 las propuestas de conservación se han procurado llevar siempre al campo científico. Largos estudios históricos justificaban (o al menos se presentaban así) las decisiones de protección. Pero tal pretendida justificación no es en absoluto cierta. Podríamos decir que largos estudios históricos acompañaban a los catálogos de elementos protegidos, sin que nada quedase realmente justificado. Sin embargo, por exigencia democrática es necesario argumentar las decisiones tomadas; si bien sabemos que, habida cuenta del campo en que nos encontramos, no puede esperarse que la razón científica, absolutista y cerrada, venga en nuestra ayuda. Al contrario, habrá que desplegar esa “razón cervantina”, nada contundente, nada segura, mucho más comprometida.
12. La mamá y la puta. Hablemos del papel del técnico que redacta esos documentos de protección y catalogación. Necesariamente se va a ver implicado de forma personal, lo quiera o no. Si pretende argumentar lo que hace, acoger de alguna forma a todos los barrios y edificios, admitir el final de algunas piezas, valorar esa ropa tendida, esas pintadas, etc. no podrá guardar distancia. Viene al caso la película de Jean Eustache La maman et la putain (1973), donde Alexandre se debate entre ambos tipos de relación. Se dijo alguna vez que los profesionales deberían comportarse como las putas, sin implicación personal o emocional con los clientes (Hughes, 1951: “Tanto el siquiatra como la prostituta deben procurar no involucrarse con los clientes con demasiada emoción para no estropear el delicado problema de intimidad que éstos les confían”). Pero en este caso, nos tememos que la relación profesional no podrá separarse tanto emocionalmente. En fin, como quiera que A kiss is just a kiss (un beso es sólo un beso) creemos, Sam, que deberías tocarla otra vez. Muchas gracias.
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Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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