Esta es una condición de la sabiduría: “saber que no podemos abandonarnos a la sinrazón, ni tampoco a la razón, porque ni la una ni la otra son enteramente” (María Zambrano). Lo que importa es su equilibrio, “el punto de la mezcla”. Demos ahora una de cal y propongamos canales en la ciudad sólo por el placer de verlos.
Quien ve un canal ve lo bastante: un curso de agua, una luz al fondo, en la mañana el rocío, esa música ubicua, tantos verdes que ni siquiera caben.
El cauce. Un curso fluyente de aguas verdes que lentamente se alejan. En el centro, donde se ahogan las palabras, se anuncia una hondura secreta. Calmo, hasta el primer deslizarse de las barcazas. Sereno. En el borde, un murmullo al borde del sueño. En el interior, un camino de agua grávido de sueños. Abierto hacia la lejanía, porque “nada de lo que cierra es obra hermosa” (Pino). En sus aguas la luna se hace infinita.
Las orillas. Cada mañana, hasta que lleguen las primeras nieblas, recorrerán algunos paseantes los senderos alfombrados, húmedos y esponjados. A los lados, volúmenes verdes que no muestran impaciencia. Geométricas arboledas de chopos, olmos, álamos o plátanos que reverdecen cada primavera. Siembran sombra (Cañas), que se desliza sobre el agua y se arrastra en unos bordes "humildes como una meseta". Fresquísimo silencio. El agua en ellos forma una interminable cenefa de espuma. Más allá, la pradera ha liberado sus colores.
En los canales “llega el día en que el tiempo ya no pasa” (Chansons de Madeleine Lalande). “Sábana lentamente retirada de una memoria” (Aragon). Dentro del cesto de los árboles “apláudense las horas a sí mismas” (Pino, de nuevo).
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Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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