Detalles del post: Magnético salón encantado

23.09.09


Magnético salón encantado
Permalink por Saravia @ 22:28:49 en Una ciudad como su nombre -> Bitácora: Mundos

7. El parque

El parque de la Plaza de Oriente de Madrid (imagen procedente de travelinginspain)

El jardín son flores, el parque es arboleda. Abierta, pública, de todos: no existe el parque privado. Una arboleda generosa y húmeda, como el mar y la playa, que adopta mil formas diferentes. Un ámbito lujoso, pero de un signo peculiar: “Todo aquí es quietud, mesura, lujo, voluptuosidad” (Barquet). A la vez quietud y voluptuosidad; juntos, sin contradecirse, mesura y lujo. Como Venecia. Cada cual tiene su propio parque, y así para nosotros hay uno por encima de todos los demás.

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En ocasiones se conoce como “jardines” (por sus parterres, sin duda), pero es de dominio público y arbolado de cedros y de plátanos; cipreses, tejos y magnolios. Sobre él celebraron manifestaciones franquistas y por debajo le hicieron un aparcamiento, pero resistió bien. Ni siquiera molesta la efigie de Felipe IV. De larga historia, fruto de diversas aportaciones, su traza se debe a muchas manos y nadie puede considerarse único ni principal firmante de su ordenación. Como dijimos es para nosotros el parque más bello, más cercano, más íntimo de cuantos se han construido. Ahí está, junto al palacio, poblado de estatuas, cuajado de boj. Ahí está, como su nombre, sereno y transparente. Nos servirá de referencia.

Cuando es de noche. Los parques nacen en la noche y mueren al atardecer. Viven 24 horas, perpetuamente reiniciadas. Muchos se cierran con cadenas al comenzar la noche. Seguramente para que no quemen. Mal hecho: su “camada de sombras” (Argullol) abrasa más en la distancia. “Cuando las sombras nos confunden con las estatuas pensativas de los parques” (Gustavo Soler), nos trastorna “la turbia perfección de la noche” (Martínez-Conde). Ningún árbol duerme. Los chopos son entonces más “vibrantes” que nunca, según Juan Gil-Albert. Los olmos, sin embargo, “se cimbrean suavemente, hoja a hoja” (Claudio Rodríguez). Están los sauces (el árbol de las aguas límpidas, vivas y cantarinas) junto a los alisos (el árbol de las aguas muertas y sombrías). Pero la mezcla no es promiscuidad, sino “la perfección de la noche”. O de las noches. Pues al llegar allí entramos “en dos noches: tus cabellos y la oscuridad” (Amad Chauqi). Ya no se ven entonces las flores de los días, sino las que nos llegan de las sombras: “Si tú abres los ojos / la oscuridad se llena de flores submarinas” (Benjamín Prado). En la noche nos basta de los parques el saber que existen y que están ahí. Irremediablemente poderosos.

En el amanecer. Con el día renacen “las hierbas inmortales” (Gil-Albert) que lo esperaban. Los parques nos ofrecen entonces “texturas de rico terciopelo, luz de mañana estival, color de arco iris en el trópico” (parafraseando a Martínez Sarrión). Se abren como las flores y se constituyen como lugares acogedores y despejados. Hay en ellos, en esas horas, “una apertura sin fin y sin confín”; una “quietud sin horizonte” y “ni una sombra que merme ese paisaje de luz” (Clara Janés). Con la luz “tenue y tierna (…), casi a medio camino entre la noche y la mañana” (Claudio Rodríguez), algunos vecinos traen a pasear los perros, mientras otros hacen footing en los senderos. Dentro de poco saldrá el sol. Nos protege la “colección de árboles sin nombre de un tiempo vegetal e inmotivado” (Nélida Salvador).

El parque al mediodía. Al avanzar las horas el parque es espectáculo, “un teatro en el que uno es el auditorio, el escenario, el atrezzo, los actores, el autor, el público, el crítico. ¡Todo a la vez!” (como dice Charles Simic del poema). Muchos ancianos, con su caminar lento, toman el lugar y ejercitan algunos sencillos placeres. “Si estuviera en un parque tiraría / migas a los gorriones, / si en un estanque, Ledas a los cisnes” (Rosario Castellanos). Por cierto, en tales estanques, “el cisne se desliza sobre siglos” (Ajmátova). Y es agradable verlo.

Cuando llueve. Como sabemos, el parque fluye. Y casa bien con la lluvia. Por eso en él “la noche de lluvia resulta de una familiaridad descarnada” (Ricardo Martínez-Conde). “A través de sus lágrimas, / todo el paisaje llora / semejante a una estampa / medio borrada por el tiempo” (Emilio Prados). Albergue también, en ocasiones, del viento, acuna el cielo. “Sol, hojas, verde viento en la sombra, balanceados andamios del follaje” (Nélida Salvador). A veces parece “como si el arco iris se bebiera las nubes” (Chárik as-Sayyab). No son lugares elitistas ni sagrados. Todo lo contrario. Los espacios que ocupan algunos de los más bellos parques fueron antes vertederos (Les Buttes Chaumont). Y cuando hizo falta se dedicaron sus praderas al cultivo de patatas (Vasapark de Estocolmo). En el parque “la lluvia es la ceniza de lo que ha sido duda” (Martínez-Conde).

Si nieva. El invierno tiene sus propias leyes. “He aprendido a observar los inviernos: / las manzanas que caen durante días / en patios descuidados” (John Burnside). Pero si cae la nieve rige la confianza: “se funde en mi mano, confiada, la nieve” (Ajmátova). De nuevo todos niños. Cuando llega la nieve y se acumula, “de pronto es el prado aquel de mis diez años”. La tomo entre las manos y juego con ella. Renace una alegría “que ahora se recorta / en un cielo que ya no es de este mundo” (Bonnefoy, “Principio y fin de la nieve”).

En la sombra (la hora de la siesta). En las primeras horas de la tarde, el parque se sosiega. “Del viejo parque en el rincón lejano, / hecho para el amor tibio y discreto” (Enrique González Martínez). La ciudad respira en los parques, pero no sólo por el manto verde, sino por la poesía que favorecen, o que entregan. Por eso Juan Ramón Jiménez llamó a alguno de ellos (sería su preferido, probablemente, en Platero y yo) “magnético salón encantado”: “Laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado”. Un bosque no es un parque. Tampoco basta la pradera. Confundirlos reduce la seducción o la fuerza de unos y otros. El parque es un salón lujoso. Perfecto en la mañana, resulta ya confuso y ligeramente laberíntico al comenzar la tarde. “Troncos, tallos, ramas, hojas, laberinto de verdura” (Rega). Se dibujan sombras nítidas de luz, que se entrecruzan y multiplican. Todo da sombra fresca y placentera, hasta lo invisible. Da sombra la arboleda, las estatuas, los setos. Pero también da sombra el pensamiento, dan sombra las palabras. “La sombra de las palabras / dice aquello que / las palabras no dicen. / La sombra de tu ausencia” (Juarroz). Todo resuena. Y en esa hora, “¿qué se dan entre sí las sombras?” (Pizarnik). Algunos, “entredormidos y abrazados dejan caer un periódico donde se lee: `La población del mundo aumentará un 30% en los próximos 40 años”. Pero en ese momento, allí, nada parece significativo.

En la tarde. Son horas perfumadas, y el aroma cambia a las cosas de carácter. “¿Por qué un cuerpo se expande en su perfume / hasta tocarnos de otro modo, / hasta exhalarse y envolvernos / en una metamorfosis / que nos evoca otra versión de las cosas?” (Juarroz). Son horas nuevas, tranquilas a su modo: “Arriba, en la apresura de las ramas, entre los claros del cielo y las encrucijadas de los verdes, la tarde se bate con espadas transparentes” (Octavio Paz, “Jardín con niño”). Son horas infantiles, del juego de los niños. En el parque (como ya sucediera en el jardín) se vive o recupera “la infancia de días impasibles y asoleados” (Mutis). Nos asomamos, pues, al “otro lado de la tarde”, al “mirador y el ocio de la fuente”, y desde entonces “ya somos el pasado que seremos” (Borges en su “Elegía de un parque”).

Los domingos, “cada árbol era un mundo” (Rossler). Porque en los domingos los árboles son felices. “Bajo la maravilla de hojas verdes, / no lloras lo que pierdes, / retoñas en la misma cicatriz. / Y flor se llama lo que fue quebranto” (Enrique Banch, “Árbol feliz”). Algunos pasean, y otros bajan a leer el periódico plácidamente, aprovechando la calma que entonces proporciona el parque.

En los veranos. La primavera es magnífica: “Rostros, árboles, nubes: todo es distinto en cada primavera” (Ángel González, aproximadamente). Pero el parque prefiere los veranos. Se ha dicho que “los árboles del parque se buscan el verano en los bolsillos” (Becerra). Se cuenta que en los estanques de los viejos parques “navegan gozosos los veleros del verano” (Mutis). Se oye que en estos meses de verano cantan las fuentes con más ganas: “Nadie beba de esa agua que brota en trino blando / porque es la necesaria para seguir cantando” (Rega). La primavera da flores, el verano da frutas. “La flor muere en sus pétalos y anuncia al mar la nave de otra fruta” (Emilio Prado). Y con la calorina llegan los turistas (también grandes consumidores de estos lugares). Ponen los parques tanto empeño en el verano que, al concluir la estación, ya “no hay otoño, sino consumación” (Martínez-Conde).

Al atardecer. Finalmente atardece. Las “lentas elegías de las palomas” en el anochecer cubren el parque. Los breves relatos del día, hasta ahora suspendidos en el aire, con él se van hundiendo. La oscura luz del campo se precipita “en la semipenumbra anaranjada”, y se oye “una música que contrae el ya viejísimo día” (citas de Arturo Carrera). Se ven parejas reguladas por “la razón de la piel y de los labios” (Carnero). Concluye el ciclo y una nueva noche vuelve por nosotros. Acontece de nuevo el final de una historia que aquí nos han dejado, para el atardecer de nuestro parque, Sabatini, Juvara, Pascual, Visconti y Mahler.

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