“Los ojos no ven, saben” (Jorge Guillén)
Una simplificadísima (y equivocada) forma de entender el orden visual del espacio urbano otorga el máximo valor al hecho de ver lo más posible desde el mayor número posible de lugares. Cuando se trata de ver un paisaje o un monumento se pretende, en esa versión de lo deseable en la ciudad, verlos desde muy lejos y con la máxima amplitud. Según ese elemental (aunque generalizado) criterio es mucho mejor, por ejemplo, ver el acueducto de Segovia cuanto antes. Y una vez cerca es preferible ver un fragmento grande, muy grande, que otro menor. Se puede llegar a expropiar parte de una manzana, cueste lo que cueste, para que la iglesia vallisoletana de San Benito, por ejemplo, se vea desde unos metros más atrás (caso real). Camillo Sitte ya argumentó contra esta práctica en 1889 (Construcción de ciudades según principios artísticos), pero al parecer 120 años no son suficientes.
Pues no se trata de ver más, sino mejor. Y la mejor vista no es necesariamente la mayor (ni la más amplia, ni la más lejana). Contaba Sitte que muchas iglesias europeas no se proyectaron para ser vistas desde lejos o aisladas, y que separarlas ahora de su tradicional entorno inmediato era hacerlas un flaco favor. De los 255 edificios que estudió, 41 estaban adosados por un lado, 96 por dos y 110 por tres. Dos más estaban “cercados totalmente”, y sólo 6 se encontraban separados. De ahí deducía que el aislamiento “no es ventajoso” para tales edificios, “pues el interés no se concentra en parte alguna y se subdivide continuamente”. El adosamiento, sin embargo, se lee como compenetración orgánica con los alrededores, y permite obtener adecuados efectos de perspectiva. Enfadado, concluía Sitte: “No le es suficiente al gusto actual el colocar los edificios lo más desfavorablemente posible, sino que intenta hacer correr la misma suerte a las obras de los maestros antiguos”. Y Torres Balbás lo corroboraba en los años 20: “Aislar monumentos, enfermedad de moda”.
Pues bien: hoy seguimos con la misma enfermedad. En muchas comisiones territoriales de patrimonio sigue impulsándose la separación de los edificios protegidos (dos casos, entre muchos otros: la iglesia de La Cuesta, Segovia, separándola de los edificios próximos; o la ermita del Santo Cristo en Rueda, Valladolid, eliminando los árboles cercanos), para que se vean supuestamente mejor, aunque en realidad es para que se vean simplemente más. No mejor. Lo más interesante sería, probablemente, ver cada monumento de forma coherente con los criterios empleados en su proyecto, en el momento de su concepción. Generalmente, rodeado de otros edificios menores. En numerosas ocasiones fueron pensados para ser vistos desde espacios próximos, donde se acentúa el efecto de su tamaño. Sin ir más lejos, la apertura de amplias plazas (desde mediados del siglo XX) a los pies del acueducto de Segovia le hacen perder la escala y distorsionar su lectura: los caminos llegaban hasta los arcos de la cartela, donde se concentraban y lo cruzaban. Ahora se cruza por cualquier sitio y se entiende peor. Se ve más, pero peor.
Monumentos y paisajes son objetos bien distintos y su tratamiento sigue reglas también diferentes, pero una crítica parecida a la establecida sobre las vistas de los primeros puede plantearse con la de los segundos. Pues de nuevo nos encontramos con que nuestra cultura insiste en maximizar las vistas, ahora de la naturaleza, al precio que sea. Cualquier construcción que pueda abrirse desmesuradamente hacia las vistas lejanas lo hace en todo su perímetro. Ya no se trata de esos miradores de los que esporádicamente haremos uso, de esos lugares especiales que permiten la mirada larga. El ideal parece ser, por el contrario, ver lo más posible desde el máximo número de puntos, a tiempo completo. Pero vuelve a ser equivocado. Pues cuando el paisaje “se bebe a diario”, y por completo; cuanto más abiertos son los ventanales la vista se hace a la vez más obvia y estridente. Y se desvanece antes. “Gradualmente pasa a formar parte del edificio como el empapelado de las paredes; y la intensidad de su belleza ya no será accesible a los habitantes” (Ch. Alexander).
Decía el poeta que “los ojos no ven: saben”. Los ojos saben. Tienen memoria. No importa que no veas por completo el acueducto: sabes cómo es, lo que abarca, donde está. Viéndolo bien, en coherencia con el entorno, satisface más que viéndolo desde más lejos, después de traicionar su emplazamiento. Y lo mismo sucede con el paisaje que hay más allá: aunque no lo veamos permanentemente, sabemos que está ahí, esperándonos. Tenerlo presente a todas horas, en cualquier lugar, es, muchas veces, malbaratarlo. Devorarlo con tragonería. Mejor no consumirlo diariamente por completo. Porque así, en los breves momentos en que se nos abra, en que lo tengamos fugazmente a la mano, sonará la música (tan sólo una pieza, no más, sólo unos minutos de nuestra vida).
Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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