Elogio del dibujo a mano
Nos gusta pensar que el dibujo a mano aporta algo que en el ordenador se hurta. Seguramente es algo ilusorio, pero consuela. La diferencia entre dibujar con el auxilio de programas gráficos o dibujar a mano puede ser equivalente a la que se vio hace algunas décadas entre escribir a máquina o a mano. Parecido incluso al contraste entre leer un texto de imprenta u otro caligrafiado. O, más aún, y forzando al límite las cosas, entre el lenguaje oral y el escrito, escuchar un relato o leerlo. Dicho de otra forma: la llegada de una nueva técnica aporta sus propias ventajas (leer, por ejemplo, es insustituible), pero también pone en valor y hace clásica a la que con ella se supera, mejora, o simplemente cambia. Sí: oír cómo se desliza el lápiz sobre el papel que resiste puede llegar a tener su gracia.
Dibujar a mano consiste en recorrer (con más o menos suavidad, según cada uno) un papel no demasiado satinado, ni excesivamente grande, con el lápiz. Tomar (o no) medidas, siempre aproximadas. Conseguir (más o menos) trazados (más o menos) paralelos. Ayudarse, a cada paso, del famoso “punto gordo”. Poner muchas líneas de trazos (siempre quedan bien, vengan o no a cuento). Extender progresiva, pero inexorablemente, con el canto de la mano y el deslizarse de las escuadras, el polvo del grafito ya depositado en su correspondiente línea por toda la hoja: a más suciedad, más trabajo; y viceversa. Valorar zonas y decisiones apretando más el lápiz o cambiando de color. Llenar todo, por aquí y por allá, de esos tonos verdes tan agradecidos. Hacer anotaciones sobre la marcha, subrayados, flechas, cotas, todo tipo de indicaciones. Apuntar también, incluso, algún número de teléfono o la hora de una cita. Y sobre todo: dejarlo inacabado en toda su extensión. Minas duras para la precisión y blandas para la expresión. Pero nada completo en ningún sector del papel.
No vamos a defender a estas alturas el dibujo a mano en el urbanismo; pero sí recordar que además de ser útil, en tantas ocasiones, puede resultar también muy placentero. Como el trabajo del calígrafo: “Recuerdo que mi padre –nos dice Valente, en su Elogio del calígrafo, Barcelona, 2002- escribía con todo su cuerpo y con los gestos simultáneos de su rostro, que seguían los enlaces de las letras y la elegante longitud de los trazos finales (…). Su arte no era para él instrumental, sino tan sólo una pura y gozosa complacencia”. A un tiempo, olvido y goce.
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Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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