21. La escuela, la biblioteca, el museo
La escuela, que tantas veces ha sido capaz de hacer, ella sola, la ciudad, se despliega en (lentas y breves) aulas y patios: “patios de juegos breves, aulas de lentas horas” (Oswaldo Rossler). Allí bullicio y futuro, esperanza y alegría (al menos así lo vemos los mayores, los niños no tanto).
Es verdad que las clases son siempre (y en todos los niveles) inevitablemente monótonas. Y más en el invierno, y más si llueve, como cantaba el poema de Machado: “Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales. / Es la clase.” Pero también, paradójicamente y sin contradicción alguna, cuando hay clase hay animación, contento. Especialmente en primavera: “Salen los niños alegres / de la escuela, / poniendo en el aire tibio / del abril, canciones tiernas. / ¡Qué alegría tiene el hondo / silencio de la calleja! / Un silencio hecho pedazos / por risas de plata nueva.” (García Lorca). Hay contento en los días de colegio, pero, paradójicamente y sin contradicción alguna, también lo hay en el descanso semanal, y justamente por no haber colegio: “¡Hoy no hay escuela! ¡Al río!” (Claudio Rodríguez). La escuela pauta la ciudad, sus calles, sus domingos y sus veranos.
El camino de la escuela es un recorrido mágico. “Las campanas matinales / ponen música en la senda / por donde a tu escuela vas, / por donde voy a mi escuela.” (Cortázar). Y ahí, en la posibilidad de encuentro, el camino se confunde con ese… llamémosle “ese equipamiento”. Por esa posibilidad, “con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela” (Fernández Retamar). Por los recuerdos de un Margarit estudiante de Arquitectura: “Hace mucho surgiste / entre aquellos muchachos y muchachas / del bar acristalado de nuestra Escuela blanca, / desde donde veíamos el mar” (Joan Margarit). Y sin embargo, finalmente, como sabemos, nunca se nos da en las aulas de la precisión y el rigor que precisamos: “tus besos analfabetos / saben más que una escuela politécnica” (Pedro Casariego).
Distinto es el museo. Por mucho que se diga, siempre apunta al pasado; y aunque sólo fuera por esa condición, puede resultar dañino, doloroso: “Que todo es un museo, preparado / con sed de lastimar” (Ángel García López). Allí llega la luz de otra manera. Y de otra forma allí también se deposita. “En el breve museo que visitas / la luz, que es azulada y pálida, descansa / como un remoto príncipe, sobre las armaduras y los códices.” Allí, por mucho que se diga, se guardan y refugian los siglos polvorientos: “De las bodegas y los sótanos asciende / la llamarada de un silencio húmedo, el aliento podrido de los siglos” (Diego Jesús Jiménez). Cuando grupos de estudiantes acuden al museo el choque es como una descarga eléctrica.
Distinta es también la biblioteca. Igualmente requiere silencio para la concentración (como la escuela, como el museo), pero no participa tan intensamente ni del furor del futuro ni del hedor del pasado. Borges la concebía como una “ciudad de libros”. Pero más bien podría parecer un bosque. Con sus pájaros (“En la biblioteca dicen / que no hay pájaros pero yo los he visto / Lo que no he visto es libros en el bosque / Claro que el bosque mismo puede considerarse un libro”: Cintio Vitier), sus lunas (“aquella biblioteca con la luna”: Alberti), sus jardines (“la verdad me ha encendido un jardín dentro de un libro”: Claudia Lars).
En todo caso, más allá de sus semejanzas (cultura y educación, necesidad de un espacio tranquilo, proximidad a las viviendas) y con sus diferencias, hay algo que también comparten escuelas, bibliotecas y museos: la colección. En las escuelas los niños, pinturas en el museo, libros en la biblioteca. Acopios de la siembra y la cosecha que impulsan hacia arriba la ciudad. Mas, ¿quién será el responsable? “¿Quién dirigía la ascensión del humo / sobre los tejados que acogían / por igual bibliotecas y rebaños?” (Antonio Colinas).
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Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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