36. El lugar
El lugar lo haces tú: lo dijo Goethe. Y contigo el agua, la vegetación, la tierra, el cielo. Y a veces las truchas. Haciéndote compañía y provocando a los músicos y a los poetas. Pero de esos elementos que te acompañan nos interesa especialmente el juego de lo que se mueve siempre y siempre se aleja, frente a lo que está fijo, enraizado y fiel: el río y el árbol. Ahí está, o así lo creemos, la suerte del lugar.
Los ríos
Leamos, por favor, un punto de la memoria del Plan General de Valladolid de 1996, titulado “El río y la Ciudad” (y deudor de Ignacio Gómez de Liaño): “Ya se vuelquen hacia las aguas, ya se nieguen a ello, las ciudades con río viven siempre bajo su influencia directa. Las riberas son señales de algo que no son ellas, de algo situado en un interior ignorado. En las riberas se concentra la máxima tensión simbólica: el agua frente a la tierra; lo llano y húmedo frente a lo quebrado y seco; lo blando frente a lo duro; lo arraigado frente a lo desarraigado; lo que discurre frente a lo que permanece; la casa y el árbol frente a la barca. Activar un pasado dormido de esta Ciudad entre ríos puede pasar por construir sentimentalmente sus riberas. En el Plan que se actualiza los únicos anclajes con el tiempo lejano de Valladolid son sus monumentos, los cuales, aun siendo espléndidos y numerosos, resultan escaso aparejo para tan frágil nave. Se propone, en este sentido, afincar la memoria oscura de la Ciudad en los silenciosos fondos de sus ríos; las calles nos llevarán a ellos, y desde las riberas descenderán escalas hasta quedar cubiertas por la mano del agua”.
Por su forma algunos dicen que el río “discurre como sedosa cinta de azul” (Zhang Kejiu). Por el murmullo de las aguas de los grandes ríos Neruda escribe: “tu ancho rumor, tu lámina salvaje”. Y por su perfume este mismo autor nos habla de la “embriaguez de los ríos, márgenes de espesuras y fragancias”. Por su resignación González-Urízar compone esta imagen: “yacente como los ríos” (en “Los signos del cielo”). Por su movimiento el río “va siguiendo su ribera” (Luis Rosales). Y Alfonsina Storni certifica: “Al lado de la gran ciudad se tiende / el río. Cieno / muy líquido. Parece / que no se mueve, que está muerto, pero / se mueve”. Por su sentido se ve al río inevitablemente “encaminado al ocaso” (Ramos Sucre). Un movimiento que a todos nos incumbe: “Todo es afluente, arroyo. / Sus aguas en cauce temporal desembocan. / Y hechos un solo río os vertéis en el mar / `que es el morir´ dicen las coplas” (José Hierro). Por eso, al cabo, esto es lo que nos queda: “Todo nos dijo adiós. Todo se aleja” (Borges en “Son los ríos”). Por su fondo, como se dijo para Valladolid, se puede imaginar un recorrido en el limo directamente encaminado hacia el fondo del mar, al fin del mundo, a lo profundo. Por su tristeza “junto al río la muerte me llama”. Porque “la muerte está cantando junto al río” (las dos citas de Pizarnik). Mas en sus bordes, “a veces, suburbana, una sonrisilla / de hierba se distiende, pegada a la ribera” (Dámaso Alonso). Y a veces, muchas veces, a pesar de todo, crecen los árboles.
Los árboles
Robert Graves ya nos sirvió en alguna ocasión de guía (con La diosa blanca) para entender cómo los árboles construyen el lugar. Pero hemos de aprender a jugar sin él, y aquí tenemos unos apuntes para la tarea. Recordamos en ellas al abedul tambaleante que coloniza las tierras más inhóspitas y ama la luz como ningún otro árbol. A la trémula acacia, quizá como un poema: “Una mañana acorde a la estética de un pintor de la época Tang: / viento en la gran acacia del jardín, / lluvia de flores amarillas” (Chantal Maillard). El álamo siempre dual: verde del lado del agua (luna), oscuro del lado del fuego (sol); en él, “arriba canta el pájaro y abajo canta el agua” (Juan Ramón Jiménez). El alianto, ese árbol del cielo que crece en los escombros. El aliso, “el árbol de las aguas muertas y sombrías” (Tournier): “Yo soy una violeta y un aliso, / lo oscuro y lo pálido en la carne” (Pasolini).
Tenemos notas sobre el dulce y ligero almendro de la primavera, “de nata” (Miguel Hernández) o de “inflamada espuma” (Barral), aunque a veces nos abrume “la negra sombra de un almendro en flor...” (Juan Ramón Jiménez, de nuevo). Los frescos bosquetes del blanco avellano, un árbol humilde, de setos y chozas, siempre tatuado por el viento. Tenemos el castaño, ese árbol que por sí solo conforma una plaza, y que en campo, en verano, cobija poblaciones, aunque sólo sean “tropas de saltamontes y chupameles mustios” (Méndez Ferrín). El chopo, siempre largamente (“En silencio / como el río, / en silencio, / largamente /como el chopo, / largamente”: Francisco Pino). El ciprés, “mástil de soledad” (Gerardo Diego), pero también mástil mediterráneo: “la estrella centelleante es del ciprés la fruta” (Marguerite Yourcenar). El drago de sangre, la encina cenicienta (Leopoldo Panero), que son como nosotros: “¿Ves? Somos cual la encina, aquí en la sombra. / Honda raíz, enfurecidos brazos. / Ferviente savia oculta nos abrasa. / La libertad nos nace por el llanto” (Leopoldo de Luis).
Del eucalipto verde también tenemos notas: “el frescor de las hojas perfumadas” (Machado). El fresno, cuyo nombre deriva de "phraxo", cercado, pues era utilizado para la construcción de cercos. El sorprendente ginkgo, el árbol “de los cuarenta escudos” (pues ése fue en una ocasión su precio), único en el mundo. Sin parientes vivos, fósil viviente. Inmensamente resistente: al parecer, después de la bomba atómica de Hiroshima, fue uno de los pocos árboles que quedó en pie en las cercanías del epicentro. El haya también dura. Se utilizó para hacer carbón con destino a las ferrerías. Oscurece su suelo. Se agrupa en bosques de aspecto un tanto sombrío, casi propio de cuento de hadas, en cuyo suelo no puede crecer apenas ninguna otra planta. La higuera, por su parte, está tan intensamente acostumbrada al patio de la casa, que llega a confundirse su perfume con el ruido del balde en el pozo.
Recordamos también al colorido jacarandá. Al manzano alegremente asociado al pecado, pero también a la sed de conocimientos (¿habría que ponerlos junto a las escuelas o las bibliotecas, tanto por lo uno como por lo otro?). Juan de la Cruz nos informaba: “Debajo del manzano, / allí conmigo fuiste desposada”. Y hemos de hablar de la morera mora, imposible disociarla de la seda. De los fragantes naranjos de la Tiburtina, color del fuego, olor del azahar. Del magnánimo nogal, árbol de oro, de lento crecimiento y de sombra espesa, del que se dice que es atractor de rayos (por algo es el árbol de Júpiter). Del contradictorio olivo: símbolo de paz pero a la vez refugio de clamores y quejidos: “Los olivos, / están cargados / de gritos” (García Lorca). Del olmo y el negrillo, alineados en hilera junto a los caminos, siempre ocupados: “A la sombra de un olmo nunca hay tiempo que perder” (Juan Larrea). De la palmera, esa “antorcha al aire” de “luz cuajada” (Unamuno).
Tenemos notas, cómo no, sobre el pino: “Sobre el abierto páramo, el relente / es pinar en el pino, aire en el aire, / relente sólo para mí sequía” (Claudio Rodríguez). Tenemos registrado que fue bajo unos plátanos donde Sócrates y Fedro hablaron del amor y la belleza. Que el roble duro, el árbol de Ruysdael y de Théodore Rousseau, crece en los suelos húmedos. Que el sauce, que bordea los límpidos ríos, es el árbol de las aguas cantarinas. Las ramas del sauce llorón lloran, sí, pero “graciosamente invertidas, parecen representar una pena ligera y sonriente” (Tournier). Y recordamos que el sauce nos ha dado un buen medicamento: la aspirina (de modo que parecería pertinente y lógico que se plantasen cerca de los estudios de urbanismo). Tenemos anotado que el saúco se encuentra bravo en algunas calles de los pueblos de montaña, suele albergar grandes poblaciones élficas y se asocia a la fertilidad: sus palos se usaban en los gallineros para mejorar la puesta de huevos.
No olvidamos que al tejo le persigue su mala fama. Es cierto que los mejores arcos eran de tejo; pero inevitablemente, por su toxicidad, se ha asociado a la muerte. Con él se moría el ganado, pero con él también se suicidaban poblaciones y próceres, cuando era conveniente. Con veneno de tejo se quitaban la vida algunos entre los galaicos, astures y cántabros, para evitar la esclavitud. Y también el rey de los eburones, Cativolco, se suicidó con zumo de tejo para no caer prisionero de Julio César. Las hojas del tilo, por el contrario, son sedantes. Aquí las preferimos. Su sombra ligera adorna el más famoso paseo de Berlín y cubre suavemente inmensos bosques de Rusia.
El lugar
Finalmente el lugar es esa cualidad extraña del espacio que nos vincula contentos a la tierra. Que nos acerca a ella “con júbilo de fruto”: “Dulce es caer sobre la tierra / con júbilo de fruto”. Esa extraña cualidad que se desprende del juego de los árboles, el agua (“dulce es subir los ojos / al vuelo de una rama / y vaciarlos de llanto”) y el terreno (dulce también es “apretar el terrón desmenuzado”). Y Nélida Salvador (la autora del poema “Paz”, que estamos triturando), concluye: “Pero qué amargo / no tener tierra ni rama / y sí esta paz / deshabitada”. En efecto, el lugar es esa grata cualidad que nos permite habitar dulcemente la tierra. Conservaremos, pues, tierra, agua y rama para darnos, discretamente, algo de paz.
Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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código original facilitado por
B2/Evolution
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