54. La ciudad, finalmente
La ciudad no es todo, pero es mucho. “Buenos Aires crecía en las orillas. / Era la gran usina, el túnel gigantesco, / también la rata súbita, la tímida paloma, / la ganzúa, el prostíbulo, la calle, el rascacielo / y el pan para mis manos de araña en los tranvías” (Portogalo). Desde luego, todo lo atraviesa: “Ciudad que todo lo atraviesa, como un sendero de verano, / lleno de flores y de pájaros, como un beso profundo” (Paul Éluard). Mecanismo complejo, multiplicador infinito de las relaciones. Entre el suelo y el cielo, las casas y las calles, las ventanas y los transeúntes, también entre caballos y palmeras, aunque parezca mentira: “Esta ciudad es de mentira. / No puede ser que las palmeras se doblen / a acariciar la crin de los caballos” (Benedetti). Pero se doblan. Tanta es su densidad, tanta la trabazón, que algunos sólo somos capaces, como ciertos taxistas, de manejarnos por los bordes. “Discúlpeme, / la ciudad es muy grande, sólo / manejo por las orillas” (Olvido García Valdés). El planeamiento urbano debería hacerse, estamos convencidos, con ese espíritu de taxista. Es demasiada su vivacidad. Cada día visitan a la ciudad “los acontecimientos y las estrellas, / y acaso una canción sin nombre / o el nombre milenario de una canción” (Winétt de Rokha - Luisa Anabalón).
Barcos
La ciudad, como decimos, es complicada y compleja. También franca; pero no natural. Enredo enteramente artificial, obra totalmente humana nos parece, por eso mismo, siempre mejorable: “Piensa que la ciudad no tiene otro remedio / que ser como los hombres han querido que sea” (Horacio Rega). Tan es así, tan humana se nos figura que hasta las nubes del cielo asemejan el material sobrante de la obra: “Un aluvión de nubes / sobre la invernal ciudad a modo de mármol sobrante” (Brodsky). Ciudades que son construcciones complejas y continuas, dispuestas para la navegación, como si fuesen barcos. La ciudad le parecía a Enrique Lihn un “maravilloso barco de piedra”. Y Leopoldo Lugones se preguntaba: “¿Es una ciudad o un buque / en el que fuésemos abandonando la tierra?”. Parece un barco hundido, si llega la fatalidad o la tristeza (“la ciudad se ha hundido como un barco en desgracia”: Sahagún). Parece un barco acogedor, amable, al llegar esa última hora del día (“dulce como una tregua”), esa “hora, dulce y pura, en que la ciudad es semejante a un buque que ha descargado toda su mercancía y reposa” (Rafael Cansinos). Definitivamente, un barco.
Una construcción imaginada, un sueño: “Iré a otra ciudad, iré a otro mar. / Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta” (Cavafis). Aunque al final –lo sabemos- todas las ciudades nos conducen a una misma ciudad: “Siempre llegarás a esta ciudad” (sigue Cavafis). Una construcción que habrá de ser, para poder soñarse, justa. Donde alguien tendrá que responder “al llanto de las yerbas / que no pueden nacer bajo las losas” (Manuel Altolaguirre). No importa que se acabe un día. Pues es, como las hortalizas, un bien perecedero. Y en esa condición, y por esa misma cláusula, nos entrega su arte. Como nos recordaba Borges, “cuentan que Ulises, harto de prodigios, lloró de amor al divisar su Itaca verde y humilde. El arte es esa Itaca de verde eternidad, no de prodigios (…). Ver en la muerte el sueño, en el ocaso un triste oro, tal es la poesía que es inmortal y pobre”.
Nombres
El arte de la ciudad, como el de todas las cosas, como el de todas las personas, nos llega desde su mismo nombre. Esos “nombres que se despegan / de las cosas / y ruedan sueltos / por el suelo” (Juarroz). Nombres que son fatiga y veneno (“pensar en tu nombre ahora envenena mis sueños”: Cernuda). Pero también compañía y placer, o que nos llevan cerca de la felicidad. Compañía: “En la ciudad callada y sola mi voz despierta una profunda resonancia. / Mientras la noche va creciendo pronuncio un nombre y este nombre me acompaña” (Francisco Luis Bernárdez, en “La ciudad sin Laura”). Placer: la importancia de nombrar las calles “por el solo placer y la magia de decir” (Gastón Baquero, en “Canción sobre el nombre de Irene”). Felicidad: “Cada ilusión / tiene formas distintas (…) de pronunciar los nombres / al coger el teléfono” (García Montero). Más claro aún, más contundente: “Un nombre puede crear la felicidad para siempre” (Brines). Por eso no hay mayor injusticia que la de dejar a alguien sin nombre (lo explicaba Ruggiero). Y la ciudad, si nos parece muerta, pierde también su nombre: “el exterior la come, / ya no se vive a sí, / ya no es capaz de un nombre” (Morábito).
En ese incierto caso se llamará guayana. Según nos dice Wikipedia, “el término guayana es de origen indígena. En el dialecto warao, es decir, el de la población india del delta de Orinoco, Guai significaría `nombre´, `denominación´. Yana es una negación”. Y de ahí que Guayana quiera decir “sin nombre”. (Por cierto: al igual que existe una “leyenda de la ciudad sin nombre”, también en Venezuela se halla una ciudad de nueva factura llamada, paradójicamente, Ciudad Guayana). Pero esa situación es rara. Y la norma urbana es la ciudad con nombre. Un nombre siempre tan útil, al menos como escollera. Pues al amanecer el mar revienta en los nombres de las ciudades: “mientras la luz rompía el orden de la noche, / mientras el mar se estrellaba contra los nombres de las ciudades” (Benjamín Prado). Y otros dicen que allí, en los nombres de las ciudades donde se estrella el mar, se guardan los afectos: “todos los besos que ahí han quedado / junto a los nombres de las ciudades” (Jorge Rojas). Que allí resisten los veranos: “No es más real, septiembre, que un recuerdo, / pero nombres que dimos por perdidos / recobran claridad, el aire que atraían / y el sueño en que resisten los veranos” (Luis Muñoz).
Caballos
Mas no ha de darse el caso de una ciudad sin nombre. Como los dioses satisfechos al crear su mundo, a todo le daremos nombre. Aunque sólo sea para uso personal. A las calles y a las plazas, a los recodos, a los árboles, a las esquinas y a las fuentes. ¿No es nombrar la primera obligación del urbanismo? Además, siempre podríamos prestarles (a la ciudad, al río, a cualquier rincón) nuestros propios títulos: “Otro por mí deja mi nombre en un / nombre de otra ciudad y de otro río” (Trapiello). Porque –ya lo dijimos- la ciudad y ella (o él) se complementan. Si su nombre “me sabe a hierba”, el de la ciudad puede, en ocasiones, tener un gusto igualmente íntimo, levemente salobre: “La palabra Toledo sabe a piedra” (Baquero). Pues la ciudad es un hecho colectivo, es cierto; pero también una experiencia personal. Más aún, una sola persona podría llegar a ser ciudad: “Si cae la Ciudad y uno solo sobrevive / él portará consigo la Ciudad por los caminos del exilio / él será la Ciudad” (Zbigniew Herbert en su "Informe sobre la ciudad sitiada"). Se da una relación particular e íntima: “Esta ciudad me mira con tus ojos, / parpadea” (García Montero). Y como en ocasiones las personas, a veces la ciudad también te atrapa: “Nunca de ti, ciudad, he podido irme” (Czeslaw Milosz). Y como en ocasiones las personas o los animales, puede ser esa ciudad nombrada objeto de cariño: “Ciudad de sucias tejas soleadas (…) caballo gris me gustaría que fueras / para darte palmadas en las ancas” (Ángel González).
Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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código original facilitado por
B2/Evolution
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