Pulgas.
Octubre de 1974. Georges Perec se instala durante tres días seguidos en la plaza de Saint-Sulpice de París. Consta que por entonces su amigo Henri Lefebvre le encargaba trabajos de campo que lo mantenían en la calle, aprovechando los itinerarios para practicar su fe inclusiva y totalizadora del Oulipo, sin duda incorporando las artes de su antiguo oficio de archivero del hospital universitario de Saint-Antoine. De ahí la Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, de reciente edición en España, obra que nace (coherente con su propósito, se diría) de antemano explorada, reseñada, difundida, compartida, objeto de mil foros y discusiones, y aplicada a todo orden literario o urbanístico. Pero se trata de un texto tan a propósito que da grima no ofrecer nuestra parte.
La plaza de Saint-Sulpice se enclava justo entre el Boulevard Saint-Germain y los Jardines de Luxemburgo. La preside un templo formidable de azarosa hechura, cuya perspectiva se interrumpe por un grupo escultórico constituido por un prisma cuyas cuatro hornacinas alojan sendas estatuas de obispos distinguidos por su elocuencia. Arriba se protege el conjunto con domo y pináculo, y en la base forma una fuente sobre tres vasos octogonales superpuestos en cascada piramidal, sus lados indicando los cuatro puntos cardinales. Se cierra el perímetro de la plaza con unos admirables castaños de Indias que son los que, en definitiva, dan tiempo y estación a este espacio. Porque el sol es importante. No solo afuera, sino en la Iglesia, que tiene un gnomon. El gnomon se dispuso para conocer con exactitud la posición del sol en el equinoccio de primavera en nuestro hemisferio, imprescindible para saber que ha llegado la Pascua. Con este propósito se dispuso un ojo en los vitrales que proyecta un disco de luz sobre el suelo hasta alcanzar un medallón latonado. Un elegante obelisco, fisurado por el meridiano, corrige la trayectoria para que el rayo no trascienda de los muros. Esto importa bastante menos desde que en el best-seller “El Código Da Vinci” se identifica al obelisco como una de las pistas del Santo Grial, así como la prueba de la existencia del Priorato de Sion. Es obvio que hay mucho más y mejor en las cosas como realmente sucedieron, pero para quien peregrina suele ser más cómodo flotar que sumirse.
Y ahora al modo de Perec, que se sienta en un velador y anota:
“La noche, el invierno: los transeúntes presentan un aspecto irreal
Un hombre lleva unas alfombras
Algunos paraguas abiertos
Los automóviles encienden los faros
Un 96 no muy lleno, un 63 lleno
Parece que el viento sopla a ráfagas, aunque pocos coches han puesto en marcha el limpiaparabrisas
Las campanas de Saint-Sulpice dejan de repicar (¿eran las vísperas?)
Pasa un 63 casi vacío
La noche, el invierno: los transeúntes presentan un aspecto irreal
Un hombre lleva unas alfombras
Mucha gente, muchas sombras, un 63 vacío. El suelo brilla, un 70 lleno, parece que se ha puesto a llover con más intensidad. Son las seis y diez. Toques de bocina; se forma un atasco
Apenas puedo ver la iglesia. Por el contrario, puedo ver casi toda la cafetería (y a mí mismo mientras escribo) reflejada en los cristales
El atasco ha terminado
Tan solo los faros indican el paso de los vehículos
Las farolas se van encendiendo progresivamente
Al fondo de todo (¿Hotel Récamier?) hay ahora algunas ventanas con las luces encendidas
Pasa un 87 casi lleno
Pasa un hombre que lleva un cuadro
Pasa un hombre que lleva un tablón
Pasa un furgón de policía con la luz azul girando
Pasan un 87 vado, un 70 lleno, un 87 vacío
Gente corriendo
Pasa un hombre que lleva una maqueta de arquitectura (¿es realmente una maqueta de arquitectura? Se parece a la idea que yo tengo de una maqueta de arquitectura; no me parece que pueda ser otra cosa).
Pasa una hormigonera de color naranja, un 86 casi vacío, un 70 lleno, un 86 vacío
Sombras imposibles de distinguir”
Es lo que pasa en la asimilación del espacio que compartimos. Aparentemente no sucede nada relevante, pero en cambio resplandece la vida. Reconocemos una estela que no pone en cuestión lo cotidiano, afirmando lo maravilloso de nuestros ojos abiertos, la importancia de retener despiertos lo que somos y lo que somos capaces de hacer, dejando la marca de la resistencia a la mera supervivencia.
Años después, en Lo infraordinario escribe:
Interrogar a lo habitual. Pero si es justamente a lo que estamos habituados. No lo interrogamos, no nos interroga, no plantea problemas, lo vivimos sin pensar sobre él, como si no vehiculase ni preguntas ni respuestas, como si no fuese portador de información. Esto no es ni siquiera condicionamiento: es anestesia. Dormimos nuestra vida en un letargo sin sueños. Pero nuestra vida, ¿dónde está? ¿Dónde está nuestro cuerpo? ¿Dónde nuestro espacio?
Cómo hablar de esas “cosas comunes”, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen cerradas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos.
Quizá se trate finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado de los demás.
Interrogar a lo que parece ir tan por su cuenta que nos hemos olvidado de su origen. Recuperar algo del asombro que experimentaron Julio Verne o sus lectores frente a un aparato capaz de reproducir y transportar el sonido. Porque existió ese asombro, y otros miles, y fueron ellos los que nos modelaron.
De lo que se trata es de interrogar al ladrillo, al cemento, al vidrio, a nuestros modales en la mesa, a nuestros utensilios, a nuestras herramientas, a nuestras agendas, a nuestros ritmos. Interrogar a lo que parecería habernos dejado de sorprender para siempre. Vivimos, por supuesto, respiramos, por supuesto, caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a la mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Si de verdad somos lo que pasamos, por qué no hacer que pase de verdad.
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