Un paseo en el Country Club de Nova Friburgo
Nova Friburgo es una ciudad brasileña del estado de Río de Janeiro, que cuenta con unos 180.000 habitantes. La fundaron inmigrantes suizos (de ahí su nombre) a principios del siglo XIX, y en la actualidad se dedica preferentemente al turismo y a la producción de lencería y flores.
Esos músicos de la calle
Con los músicos callejeros se pone de manifiesto, una vez más, el conflicto entre los que residen y los que pasan. Dicho en forma grandilocuente, entre sedentarios y nómadas. A estos últimos nos gusta casi siempre encontrar en una esquina o un recodo de las calles algún músico que ameniza (que musicaliza) el recorrido. Pero quienes oyen una y otra vez el mismo (y con frecuencia mínimo) repertorio no suelen ser de la misma opinión. ¿Qué hacer?
Actualidad de la “servidumbre de luces y vistas” del Código Civil español
La configuración de algunas zonas urbanas, como la que ilustra la imagen (pertenece al nuevo barrio de Havneholmen, en Copenhague), donde los interiores están a la vista y casi a la mano, invita a reconsiderar la regulación de este asunto en España, tanto en el vigente Código Civil (Sección 5ª, cap. II del Título VII: De las servidumbres) como en otros ordenamientos civiles y en buena parte de las normas y ordenanzas incluidas en el planeamiento urbanístico. Para repasar la situación actual y las interpretaciones jurídicas más habituales nos va a ser muy útil el libro de Ascensión Leciñena Ibarra, Código Civil y planeamiento urbanístico en la actual ordenación de luces y vistas (Valencia, Tirant lo Blanch, 2006).
54. La ciudad, finalmente
La ciudad no es todo, pero es mucho. “Buenos Aires crecía en las orillas. / Era la gran usina, el túnel gigantesco, / también la rata súbita, la tímida paloma, / la ganzúa, el prostíbulo, la calle, el rascacielo / y el pan para mis manos de araña en los tranvías” (Portogalo). Desde luego, todo lo atraviesa: “Ciudad que todo lo atraviesa, como un sendero de verano, / lleno de flores y de pájaros, como un beso profundo” (Paul Éluard). Mecanismo complejo, multiplicador infinito de las relaciones. Entre el suelo y el cielo, las casas y las calles, las ventanas y los transeúntes, también entre caballos y palmeras, aunque parezca mentira: “Esta ciudad es de mentira. / No puede ser que las palmeras se doblen / a acariciar la crin de los caballos” (Benedetti). Pero se doblan. Tanta es su densidad, tanta la trabazón, que algunos sólo somos capaces, como ciertos taxistas, de manejarnos por los bordes. “Discúlpeme, / la ciudad es muy grande, sólo / manejo por las orillas” (Olvido García Valdés). El planeamiento urbano debería hacerse, estamos convencidos, con ese espíritu de taxista. Es demasiada su vivacidad. Cada día visitan a la ciudad “los acontecimientos y las estrellas, / y acaso una canción sin nombre / o el nombre milenario de una canción” (Winétt de Rokha - Luisa Anabalón).
53. La pasión amorosa
La ciudad ofrece múltiples lugares. También para el amor: Ángel González hace una buena reseña en el poema titulado “Inventario de lugares propicios al amor” (de su Tratado de urbanismo). Pero los ofrece sin proponérselo; pues se trata de una circunstancia que no ha merecido la atención de los urbanistas. Al parecer, su (nuestro) escaso arte no da para dibujos, y los amantes urbanos han de buscarse la vida en los intersticios de un orden casi siempre seco y tantas veces destemplado, que los ignora. Casi mejor.
46. La habitación, el cuarto
Las habitaciones de la casa tienen su propia poética. Aun desnudas de cualquier mueble, las habitaciones nos hablan. “Sonreído va el sol / por la pared” (Guillén), y es suficiente el gesto para sentir el mundo en movimiento. Pero no sabemos a qué carta quedarnos: la plenitud del centro donde estamos (“Hacia mi compañía / la habitación converge”: otra vez Guillén), o esa ausencia que nos disuelve y arrebata (“Aléjate, memoria de pared”: Olga Orozco).
50. Los otros
La ciudad es también el lugar de los otros. Asumir esta condición supone, por de pronto, ver a los otros (ver sus rostros desnudos, respetarlos, promover recorridos que nos lleven a todos); acoger a los otros (es decir: hospitalidad y responsabilidad, hacer sitio); incluso ser los otros (en su identidad, en su lengua, en sus horizontes, en sus imágenes).
51. Poderes terrenales
Si el poder es grande y poderoso, quema y arrasa. Pudre inevitablemente la civilización. Destroza los valores propios de la democracia y la cultura. Y si la ciudad ampara y acompaña su despliegue, se torna en cárcel. Por eso es tan conveniente contraponer poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial, desde luego; mas también el del mercado y el de la protección social, por ejemplo. Y muchos más. Pero quizá podamos entender mejor lo que decimos si hacemos uso, por una vez, de la música. Dijimos que la ciudad alegre y confiada podía semejar una sinfonía. Pero el poder prefiere marchas y fanfarrias, necesita himnos. Sean los estados o las iglesias, los príncipes o las olimpiadas, las universidades o los ejércitos; cualquier grupo empresarial de tinte imperialista quiere tener su himno propio. ¿Para qué sirve el himno de un equipo de fútbol, si no es para enardecer los corazones? ¿Para qué esa hinchazón de patriotismo? Himnos del Gran Poder no, por favor. Preferimos una ciudad poblada de pequeños poderes y múltiples contrapoderes. Plural, compleja, sin pretensiones imperiales. Simplemente sentada en el muelle de su bahía, haciendo de ella un hogar común para las soledades.
48. El ciclo de la vida
Recordemos a Levy-Strauss (en Tristes Trópicos): “No es de manera metafórica como se tiene derecho a comparar una ciudad con una sinfonía”. Y veamos cómo insistía en la comparación: “Son objetos de la misma naturaleza. Más preciosa quizá todavía, la ciudad se sitúa en la confluencia entre la naturaleza y el artificio”. Estamos con él. Sin duda, la ciudad es una sinfonía. Y la ciudad como su nombre tendrá que ser (así nos lo hemos prometido) la 9ª de Beethoven. ¿Quién da más?
24. Las obras
Las obras se ejecutan a la intemperie: ésa es su atmósfera. Se hacen precisamente para que el raso se transforme, una vez más, en morada, lumbre. Y aunque tienen su propio orden son, para los demás, desorden. Interrumpen la vida cotidiana, distorsionan los hábitos, introducen tensión, incertidumbre. Con una variable sensación de pérdida. Dan vida (algo nace con ellas), dan muerte (algo se acaba para siempre). Pero son tan necesarias como la lluvia. En su justa medida (cuidado con las inundaciones) habría que hacer obras aunque sólo fuese por hacerlas.
39. Los polígonos
Un polígono industrial: qué duro. Ni los mejores llegan a ser amables cuando se ponen en marcha. Pero tampoco consiguen ser buenos en sus inicios los polígonos residenciales. Sólo la insistencia de la gente, en unos y en otros, les acababa confiriendo (con el tiempo, con mucho tiempo) humanidad, profundidad, algo de calor y cordura.
Toldos en las calles
Hay de todo: toldos verdes en los balcones y capotas anaranjadas en muchos locales de la planta baja, grandes sombrillas de rayas en las cafeterías y muchas más de mil colores en las playas, patios cubiertos con marquesinas y pérgolas textiles de tonos ocres, estores y cortinas crema delante de las ventanas, lonas blancas cubriendo algunas calles y carpas en los jardines (aún más inmaculadas) para cubrir algunos acontecimientos. Nos cuenta Forster la admiración que suscitaban en muchos escritores árabes medievales los toldos de seda verde que cubrían la Vía Canópica de Alejandría. Y es lógico: la arquitectura textil tiene un singular atractivo.
36. El lugar
El lugar lo haces tú: lo dijo Goethe. Y contigo el agua, la vegetación, la tierra, el cielo. Y a veces las truchas. Haciéndote compañía y provocando a los músicos y a los poetas. Pero de esos elementos que te acompañan nos interesa especialmente el juego de lo que se mueve siempre y siempre se aleja, frente a lo que está fijo, enraizado y fiel: el río y el árbol. Ahí está, o así lo creemos, la suerte del lugar.
21. La escuela, la biblioteca, el museo
La escuela, que tantas veces ha sido capaz de hacer, ella sola, la ciudad, se despliega en (lentas y breves) aulas y patios: “patios de juegos breves, aulas de lentas horas” (Oswaldo Rossler). Allí bullicio y futuro, esperanza y alegría (al menos así lo vemos los mayores, los niños no tanto).
11. Con Borges en el patio
No hay patio sin cielo. De hecho, el patio es el proveedor de un cielo doméstico. De un cielo no sublime, poco celestial quizá, un cielo amable, tranquilo. “Patio, cielo encauzado. El patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa” (Borges, por supuesto). Por él llega la luz y la lluvia. También el sol y también la noche. La nieve y el rocío. Proveedor de sombra y amortiguador del viento, crea un microclima en el que se atenúan los rigores. Se refresca el calor, se templa el frío. Con un poco de agua alcanza su máximo esplendor.
Una imagen de Soalala, Madagascar
La niña vive en Soalala y va al colegio. Camina descalza sobre la arena, junto a unos cierres de bambú que dejan una sombra ligera y configuran una calle sorprendentemente blanda. Una calle que es un soplo. La explanada que queda delante del colegio, totalmente de arena, no hace sino confirmar ese paisaje urbano casi de playa. Soalala es una ciudad pequeña de agricultores (unos 15.000 habitantes), mas no un aldea. Tiene puerto marítimo, puerto fluvial y aeropuerto. Su forma es llamativa, extraña, redonda, completa. Desde luego, la niña anda segura, sigue un recorrido seguro, eso es evidente. Además, caminar sobre la arena es, al parecer, muy saludable. Y el bambú se propone actualmente en algunas edificaciones como un componente ecológico y sostenible. De manera que esa combinación de bambú y arena que comentamos sólo ha de ofrecer ventajas. O lo que es lo mismo: ahí tenemos un modelo.
17. La torre
La torre es uno de los símbolos más llamativos e insensatos, pero constantes, de la ciudad. Parece que una suerte de atavismo nos impulsa a levantar torres a la menor ocasión, en cualquier espacio, desde siempre. A someter a la ciudad que queda abajo. Aquí, ya lo hemos dicho, preferimos la tensión extendida del plano horizontal a la gélida jungla de agujas de acero y vidrio, pero no queremos dejar de dar cuenta de cómo el desafío de la torre (“la torre subía enhiesta (...). La torre desafiaba las medidas prudentes”, dijo Cortázar) moviliza también a los poetas.
37. Las afueras
Leamos, una vez más, a los mismos de siempre. Y pongamos algo de música (también con la gente de siempre). Hablamos hoy de las afueras.
35. El paisaje
Todo lo que nos dice Augustin Berque sobre el sentido del paisaje, en un libro extrañísimo (de esos que hay que leer con una copa cerca) titulado El pensamiento paisajero (Madrid, Biblioteca Nueva, 2009), lo venían diciendo tiempo atrás algunos poetas. Al advertir ahora las correspondencias todos ellos, poetas y geógrafo, se confirman mutuamente. ¿Será suficiente tal acuerdo para desarrollar adecuadamente nuestra ciudad?
32. Las vías, la carretera
“Dos novios, embobados, / ella con la cabeza sobre el hombro de él, / escuchan a las sombras hablar en la pantalla: / arranca y vámonos. Qué mierda de país. / Desde hoy en adelante, / sólo será mi hogar la carretera” (Carlos Marzal, en “Olor a miedo”). Y es cierto. La carretera puede ser más hogareña que otras muchas estancias. Así lo piensan muchos, y el rock de carretera lo certifica. Al fin y al cabo apunta directa hacia ese lugar donde queremos ir: “Las carreteras brillando hacia el océano” (Pere Gimferrer).
Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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código original facilitado por
B2/Evolution
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