Pulgas.
Octubre de 1974. Georges Perec se instala durante tres días seguidos en la plaza de Saint-Sulpice de París. Consta que por entonces su amigo Henri Lefebvre le encargaba trabajos de campo que lo mantenían en la calle, aprovechando los itinerarios para practicar su fe inclusiva y totalizadora del Oulipo, sin duda incorporando las artes de su antiguo oficio de archivero del hospital universitario de Saint-Antoine. De ahí la Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, de reciente edición en España, obra que nace (coherente con su propósito, se diría) de antemano explorada, reseñada, difundida, compartida, objeto de mil foros y discusiones, y aplicada a todo orden literario o urbanístico. Pero se trata de un texto tan a propósito que da grima no ofrecer nuestra parte.
Aire.
El artista checo Kirill Rudenko ha diseñado unas latas que contienen el aire de ciertas ciudades. Dice que el contenido de cada envase alivia la angustia, cura la nostalgia y ayuda a combatir la melancolía: una forma de rehabilitar la atmósfera con nuestra sensación de viajero. En el envase que corresponde a París (unos ocho euros la unidad) se detalla la siguiente composición:
Una escalofriante “despedida” que nos contaba Saramago
Hay algo que no funciona en el relato de José Saramago sobre “La despedida de Jerónimo Melrinho” (publicado en Natura, suplemento de El Mundo, 11 de noviembre de 2006). O, mejor dicho, que actúa por medio del escalofrío, a través de la punzada que provoca una situación tan inverosímil y confusa como áspera. Probablemente lo que pretendía el autor era ese impacto emocional. Y lo consigue, sin duda, con la imagen evocada. Pero no conviene equivocarse.
Esos músicos de la calle
Con los músicos callejeros se pone de manifiesto, una vez más, el conflicto entre los que residen y los que pasan. Dicho en forma grandilocuente, entre sedentarios y nómadas. A estos últimos nos gusta casi siempre encontrar en una esquina o un recodo de las calles algún músico que ameniza (que musicaliza) el recorrido. Pero quienes oyen una y otra vez el mismo (y con frecuencia mínimo) repertorio no suelen ser de la misma opinión. ¿Qué hacer?
Toldos en las calles
Hay de todo: toldos verdes en los balcones y capotas anaranjadas en muchos locales de la planta baja, grandes sombrillas de rayas en las cafeterías y muchas más de mil colores en las playas, patios cubiertos con marquesinas y pérgolas textiles de tonos ocres, estores y cortinas crema delante de las ventanas, lonas blancas cubriendo algunas calles y carpas en los jardines (aún más inmaculadas) para cubrir algunos acontecimientos. Nos cuenta Forster la admiración que suscitaban en muchos escritores árabes medievales los toldos de seda verde que cubrían la Vía Canópica de Alejandría. Y es lógico: la arquitectura textil tiene un singular atractivo.
Una relación dentro-fuera propia de personas sentadas
Leamos a Kostof: “Las bandas horizontales de ventanas alejaban la sensación de solidez o confinamiento que pudiera transmitir el muro, y reafirmaban la verdadera funcionalidad de los suelos; ésta era la de situar al espectador al nivel de la luz. La línea de ventanas es muy baja; el espacio está concebido para personas sentadas o arrodilladas”. En este sentido se opone a la forma de hacer de “occidente tan a menudo, pensando el espacio en función de la figura humana en pie, su principal indicador de escala”. Para el arquitecto otomano “sus objetivos son los espacios simples, claros, suaves y completamente iluminados” (Spiro Kostof, Historia de la arquitectura, Madrid, Alianza, 1988).
Los buenos encuentros
A veces se oye decir que el uso de vegetación en los edificios es un recurso fácil que tiende a ocultar defectos de diseño. Pero tal afirmación no tiene fundamento. La mezcla de construcción y vegetación puede permitir una integración amable de ambos factores del entorno, mucho más favorable que su separación drástica y brusca. Los edificios parecen menos aislados de la naturaleza si se promueve el desarrollo de plantas trepadoras en alguna de sus paredes (o los famosos jardines verticales); y los suelos con hendiduras, que tienen un comportamiento más adecuado respecto al agua que los impermeables, y ofrecen una imagen más acogedora. Pero es en el encuentro entre paredes y suelos donde las líneas o superficies de plantas pueden resultar más interesantes.
Supongamos que todos somos Proust
Sí: una suposición tremenda. Porque, al parecer, Proust era un tanto insoportable. Entrañable, pero insoportable. Según recoge André Maurois (En busca de Marcel Proust, Madrid, Vergara, 2005), Marcel escribía de noche, entre la bruma (“mi alcoba está casi siempre llena de un espeso humo, sin duda tan intolerable a la respiración de usted como necesario para la mía”, escribió en una ocasión en una carta). Se alimentaba casi exclusivamente de café con leche. Curiosamente, no toleraba ningún olor, por lo que no se cocinaba en su vivienda, ni se utilizaba el gas para el alumbrado o la calefacción. Una bujía estaba encendida permanentemente para no tener que utilizar cerillas, por su olor a azufre. Desde 1913 le cuidaba (con cariño) Céleste Albaret, quien años después contaba esta anécdota: “Si su portaplumas caía al suelo, no lo recogía. Cuando ya todos se le habían caído, me llamaba”. Para asearse usaba más de veinte toallas, “porque en cuanto una se mojaba, o simplemente se humedecía, ya no quería tocarla”. Muy pesado, sí. Pero con una capacidad de analizar cómo olores y sabores “sobre las ruinas de todo, soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”, que nos interesa.
Algún fuego menor en la ciudad
Algunos recomiendan que en el interior de la vivienda se pueda encender fuego. Que haya fuego en el hogar. Que el fuego sea el foco de la estancia principal, sustituyendo a las pantallas. Pero aquí proponemos que haya fuegos encendidos en las calles de la ciudad. Pequeños fuegos en las mesas de las terrazas, en lámparas de aceite sobre los jardines, algunas llamas dispersas de efecto relajante. “El fuego confinado es símbolo del reposo, invitación a reposar” (G. Bachelard en Psicoanálisis del fuego, Madrid, Alianza, 1966).
Qué hacer en la calle con los papeles
Salvo que el lector ya esté curado de espanto, no se lo va a creer: hay papeleras inteligentes. Como lo oyen. Es cierto que algunas tienen cara de listas; pero calificarlas de inteligentes supone un grado más, para el que no estábamos preparados. De manera que, salvo error u omisión, ésta podría ser la lista de la inteligencia en el momento presente: coches inteligentes, casas inteligentes, ciudades inteligentes, papeleras, personas, delfines y monos (el orden de los tres últimos se ha puesto al azar).
Ropa tendida al sol
En la noche tenemos las ventanas iluminadas (rectángulos de luz amarilla) de las fachadas. En el día, la ropa tendida, en patios o sobre la calle. Son signos de vida. Y en los dos casos anuncian algo de la intimidad de la casa. La luz sugiere escenas domésticas. La ropa presagia a las personas que la llevan, la usan, la lavan, la tienden a secar. Pero un extraño pudor y una inquietante estética han aconsejado ocultar a la vista de los viandantes esas sábanas, camisas, vestidos y otras prendas que venían colgándose en los tendederos. Sin embargo, al entrar en los patios de los paradores de Almagro, las blancas sábanas suspendidas de las cuerdas, ¿no dan confianza al viajero? Los tendederos de Nápoles, ¿no son la ciudad misma, su paisaje?
El discreto encanto de comer en la calle
Comer en la calle, o en algún espacio que hace las veces de la calle, no siempre es placentero: véase esta foto (de J. Gigosos, 2009). Pero debería serlo. Se está al aire libre, se está en la ciudad, se ve pasar a la gente, se participa de la vida urbana. Y hay que conseguir que sea agradable porque muchas personas tienen forzosamente que comer en la calle diariamente. Acondicionarla para esa función es, por lo tanto, un objetivo más (y no el menor) de los proyectos de urbanización.
Un combinado de luces y sombras en las ciudades
Tenemos aquí, sobre la mesa, tres libros con un título casi idéntico: María Zambrano, Claros del bosque (Barcelona, Seix Barral, 1978); Marisa Madieri, El claro del bosque (Barcelona, minúscula, 2002; el original es de 1992); y Fernando Espuelas, El claro en el bosque (Barcelona, Fundación Caja de Arquitectos, 1999; lleva el subtítulo: “Reflexiones sobre el vacío en arquitectura”). No se parecen absolutamente en nada. Y si todos se empeñan en el mismo objeto, está claro que tenemos un problema. En el bosque, claro.
Por favor, si son ustedes tan amables
No es una manía, se lo aseguramos. Pues convendrán con nosotros que hay muy pocos evacuatorios públicos en nuestras ciudades. Pero muy pocos muy pocos. Sin embargo se trata de un elemento básico, esencial, del confort. ¿Serían tan amables?
Relojes públicos que no marcan las horas
Como sabemos, muchos de los edificios públicos españoles están con Lucho Gatica. Tienen relojes, sí. Pero no marcan las horas. La cosa tendría su gracia si no fuese porque, generalmente, responde a la desidia. Si esos relojes estuviesen parados para intentar detener el tiempo, hacer la noche perpetua, “para que nunca se vaya de mí, / para que nunca amanezca”, vale. Pero nos tememos que es porque nadie les da cuerda.
No es infrecuente encontrarnos con edificios de esquinas tan agudas y cortantes, tan afiladas que se clavan en el alma. Ignoramos la regla práctica, si es que la hay, que define cuándo una forma de proa que proyectamos, la avanzadilla del barco que creemos construir, se convierte para los demás en fastidiosa esquirla. Bajo qué presupuestos geométricos deja de cortar las aguas para inquietar la vista.
Comentarios sobre el pavimento de botones y otras soluciones de accesibilidad
Sobre las calles de la ciudad se dibujan algunos itinerarios específicos, marcados con bandas bien reconocibles por su textura, color y contraste. Como siempre, indican recorridos diseñados para ser útiles a los discapacitados visuales, pero son útiles para todos. Se caracterizan por el pavimento táctil, a veces de franjas o barras longitudinales (direccionales y sonoras), pero generalmente, en nuestro país, de botones. Un pavimento que da información sobre barreras arquitectónicas y urbanísticas del entorno a peatones parcial o totalmente invidentes, y que se emplea tanto en exteriores como interiores. En el exterior se colocan para identificar pasos de peatones, paradas de autobuses, entradas de edificios y jardines, esquinas y cruces de acera, escaleras, andenes de ferrocarril, bocas de metro, cabinas telefónicas, vados y rampas, aparcamientos, etc. Los botones son de 2 cm de diámetro, y están separados 5 cm. La altura es de 5 mm. (norma UNE 127029).
Nosotros mismos
No es necesario recurrir a Heliópolis para recordar cuánto tiempo lleva el urbanismo planteándose una buena relación con el sol. Que llegue, se vea, se sienta, caldee las ciudades en invierno y las alegre siempre. ¿Hace falta argumentarlo?
En el cubo negro de la noche, rectángulos de luz amarilla
Calor de nuevo, una vez más compañía. Los hermanos MP&MP Rosado, con su instalación en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (Sevilla, 2005); y Enrique Vila-Matas, Elena Martín Vivaldi, y sobre todo Roberto Arlt, que han escrito textos bellísimos sobre las ventanas encendidas, en la noche, nos sirven aquí de referencia. Incluso para el título del post. Decía Arlt: “"Nada más llamativo en el cubo negro de la noche que un rectángulo de luz amarilla” (En la noche. Historias después de hora); mientras Conan Doyle prefería hablarnos del “rectángulo dorado de la ventana iluminada” (en El perro de los Baskerville). Las ventanas encendidas acompañan, entregan en la noche su calor, a toda hora, a cualquier ciudadano que las necesite.
Para orientarse en la ciudad, antes del GPS
Dos cosas. La primera, que si hace días dijimos que los nombres de las calles forman parte de la ciudad y no son tan irrelevantes como pudiera parecer, habrá que conseguir que se conozcan, distingan, encuentren en la ciudad misma. Por de pronto, para orientarse y localizar una dirección. Segunda: ¿por qué gustan tanto esos postes indicadores de mil direcciones que apuntan a los cuatro vientos? En fin, que no estaría mal un poco más de cuidado en los rótulos de las calles, en que estén y en que sean claros, que se vean y tengan un diseño apropiado. Es poca cosa, desde luego; pero discretamente y por lo bajo (como el rítmico bajo de este tema, que casi no se oye, pero que está ahí, trabajando), esas etiquetas también amabilizan la ciudad.
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Para las asignaturas de “Planeamiento de Nuevas Áreas” y “Gestión y ejecución del planeamiento” de la Escuela de Arquitectura de Valladolid
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código original facilitado por
B2/Evolution
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