Extracto de la conferencia, del mismo título, organizada por la Fundación Coello el 22 de noviembre de 2007.
Con alguna frecuencia intento comentar la ciudad de Valladolid valorando una cierta poética. Una de las primeras ocasiones fue durante unas jornadas celebradas con motivo del 4º centenario de su declaración oficial como "ciudad". La charla llevaba por título "La bella mentirosa", y se acompañaba de unas buenísimas fotos de Germán G. Sinova. Una síntesis pudo leerse, más adelante, en el libro (escrito con Pablo Gigosos) titulado Arquitectura y urbanismo de Valladolid en el siglo XX (Ateneo, 1997, pp. 453 y ss.) Pretendía valorar una ciudad que todavía arrastraba demasiada mala fama, incluso (o principalmente) entre los propios vallisoletanos. Y es cierto, la ciudad es magnífica, da fe de vida. Miente (aunque hoy algo menos, pero sigue en ello), e intenta ocultar sus mejores rasgos.
En otras ocasiones hemos intentado plantear proyectos de conservación fundados en el townscape. Valorando detalles, como el de algunas farolas de línea depurada pero fuera ya de la moda. O atendiendo, como diría Gordon Cullen, a "la vida privada del pavimento". O a esas bandas iluminadas del atardecer. Siempre se agradecen las formas urbanas congruentes, fácilmente significativas, en las que no resulta difícil encontrar su sentido. Especialmente los elementos que evidencian procesos naturales poderosos (árboles que nacen una y otra vez en el mismo sitio, y a pesar de todo). O la aplicación de algunos "patrones", esas pautas de diseño que responden, con soluciones asentadas, a problemas recurrentes del espacio urbano. Por ejemplo, la insistencia en el ornamento, el vestido de las plantas trepadoras o la vitalidad de las escaleras exteriores; el orden de las casas alineadas, y la naturalidad derivada de la presencia de animales o de materiales blandos.
Los intentos de vincular el planeamiento urbano a determinadas propuestas de orden estético se han saldado, casi siempre, con fracasos. Incluso con la animadversión. Los enunciados de una supuesta "ciudad-pinar" o la propuesta de un collar de pozos en torno a Valladolid fueron despachados con cierta violencia (verbal, desde luego). (La preciosa foto de Valladolid que acompaña a este enunciado es de skyscrapercity.com: hay que decirlo). Los textos que se pensaron para el interior del claustro del nuevo campus (el "tú te mueves, belleza", de Francisco Pino) nunca se escribieron. La estructura vegetal prevista para el Plan general de León (que pretendía sugerir "el fondo del cuadro" de los retratos renacentistas) también se cayó pronto de la propuesta. Aparte de algún proyecto de parque, tan sólo hasta hoy se ha podido defender, y ligeramente, el aprecio por lo que llamamos "detalles de reconocimiento". Otro día hablaremos de ellos más despacio.
La historia de los lugares es también fuente de emoción estética. En mayo del presente año, con el título "21 lugares de Valladolid" y en el marco de un curso de la "Universidad de la Experiencia" (dirigido por Jesús Valverde), se revisaron los recuerdos de algunos enclaves de la ciudad con el convencimiento de que "todo está lleno de dioses", como nos dijo Giórgos Seféris. Los restos del palacio de la Ribera, los simpáticos monstruos de San Gregorio, las gradas de Parquesol como expresión final y al aire libre de los teatros de Valladolid, el expolio que avergüenza a la gruta del Campo Grande, o la no violencia con que se resolvió la Casa de Cervantes, con algunos restos del Hospital de la Resurrección apoyados en la medianería, en lugar de la casa (mucho más anodina, por bella que fuese) que se preveía en un principio.
Este errático recorrido concluye en el puente del Cubo: pues no hay día que, de camino a la Escuela de Arquitectura, deje de sorprender la curva del río. Allí está todo: puede leerse la ciudad de otra manera, el Pisuerga es un río que forma parte de cualquier proyecto poético de Valladolid (en las orillas de los ríos se da la máxima tensión simbólica), los detalles son sugerentes (las sombras que al andar los transeúntes del puente mueven sobre el césped de la ribera), allí están los patrones del paseo y el embarcadero, la historia misma del puente (Díaz Caneja, 1950), el significado del lugar. Y sobre todo, el agua. Somos agua y sentimos la necesidad de acceso al agua. Un fondo enigmático (una región secreta). Y a lo lejos, en la curva, el "allí", perpetuamente fuera de nuestro alcance. Una curva que anuncia la apertura a otros espacios mayores, más abiertos, y al final Oporto. Nos recuerda cada día aquella frase que Ibn Hazm dejó en El collar de la paloma (y que está escrita en los muros del Parque Alameda): "El destino de cada gota de agua es regresar al océano".
(Publicado inicialmente el 30-11-07).
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