Se habla mucho de la dignidad, y los derechos humanos remiten a ese concepto. En último término, según algunos, el único derecho que tenemos es el derecho a la dignidad. Todos los demás enunciados serían desarrollos de este primer derecho básico. Pero ¿qué es? Palabra clave en nuestra cultura, principio de principios y valor de valores, no resulta fácil, sin embargo, concretarla en algo más que su expresión. El significado es intuitivo. ¿Se podría concretar algo más? Se ha dicho de la dignidad que es ese afán por exteriorizar sin tregua la nobleza de condición que compartimos todos los ciudadanos (Gómez Pin). Mas ¿cómo hacerlo, cómo exteriorizarlo, como expresarlo en la ciudad? Pienso que puede ser útil identificar tres rasgos diferentes de la dignidad: decencia, soberanía, reconocimiento.
Decencia
Decencia: el aseo y la compostura que corresponde a cada persona. ¿A qué nos obliga pensar en una vida decente para cada ciudadano? A garantizar unas condiciones materiales mínimas para cada uno, por debajo de las cuales resulta impúdico seguir hablando de la dignidad. ¿Cómo definirlas? Dependen de la mirada propia. Son, por tanto, relativas; pero también implacables. Será, pues, una exigencia no convencional, quizá no compartida. Pero siempre inflexible.
Lo que hoy nos parece indecente ayer no lo parecía. Las condiciones mínimas de existencia material que la decencia reivindica para todos son contingentes, históricas y culturales. Imposibles de establecer de una vez por todas, e imposibles de determinar al margen de las condiciones materiales en que viven los demás conciudadanos. Repito una vez más: unas condiciones relativas, sí, pero inexorables, pétreas, rocosas en cada momento y lugar.
La decencia, el decoro, se mueve. Cambia con los tiempos. En el fondo tiende a acercar las condiciones de vida material de unos y de otros. Tiende a una cierta igualdad de mínimos. La decencia de unos depende de la vida de otros. Por eso pensamos que la decencia implica un proceso de equilibrio progresivo o acercamiento entre las condiciones materiales de unos y otros. Lo propio sería tender primero hacia acercamientos o equilibrios locales, en la propia ciudad (la propia ciudad da la medida de lo decoroso). Y después, la mirada propia obligará a trabajar por universalizar las condiciones mínimas.
Soberanía
Veamos los otros dos rasgos de la dignidad. La soberanía y el reconocimiento aluden a una palabra hoy malbaratada: la excelencia. Resuena en muchos ámbitos como sinónimo de distinción. Pero no siempre fue así ni tiene por qué serlo. Algunos de sus sinónimos son el honor y la honra, patrimonio, en principio, de todos: todos somos, o podemos ser, excelentes. Todos podemos contar con la estima propia y ajena. Con una dignidad autónoma y otra heterónoma (las denominaciones son de Peces Barba). La primera trae causa de la persona misma y se encuentra en la propia condición humana. La segunda tiene una raíz y un fundamento exterior al ser humano: se fundamenta en la realidad social.
La dignidad autónoma es la más querida por la filosofía. Y por el cine. Aparece en Buonnacorso de Montamagno, Pico de la Mirándola, Giordano Bruno, Fernán Pérez de la Oliva, François-Marie Voltaire, Jean-Jacques Rousseau o Emmanuel Kant. Este último nos atribuye la condición de seres de fines, que no podemos ser utilizados como medios y no tenemos precio. Todos estos filósofos considerarán que la verdadera nobleza no se basa en la gloria ni en los pasajeros bienes de la fortuna, sino en "los extraordinarios talentos y raros privilegios de la naturaleza (humana)". Esta dignidad se refiere, por tanto, así lo veo, a la soberanía. Que no precisa que otros la reconozcan, sino que cada uno debe encontrarla en sí.
El soberano es el antípoda del esclavo. La vida soberana se inaugura cuando, asegurado lo necesario, se abre la posibilidad de vida, más allá de la necesidad que el sufrimiento define (es decir: la decencia). Dispone libremente del mundo persiguiendo el elemento milagroso, que nos encanta, “el brillo del sol que, en una mañana de primavera, transfigura una calle miserable” (Bataille). No sólo de pan vive el hombre, y el milagro al que aspira toda la humanidad se manifiesta bajo la forma de belleza, de riqueza; también bajo la forma de violencia, de tristeza fúnebre o sagrada; en fin, bajo forma de gloria.
¿Qué significa el arte, la arquitectura, la ciudad, la música, la pintura o la poesía sino la espera de un momento fascinante, suspendido, de un momento milagroso? “Hay un punto donde la risa que no ríe, las lágrimas que no lloran, lo divino y lo horrible, lo poético y lo repugnante, lo erótico y lo fúnebre, la extrema riqueza y la dolorosa indigencia coinciden” (Bataille de nuevo): ahí apunta la vida soberana. La dignidad propia nos quiere llevar a ese territorio. Pero nada podemos hacer los demás para guardarla o promoverla. Sólo encendernos con su visión. La espera es la miseria habitual de la persona. Esa espera que subordina el instante presente a algún resultado esperado. La soberanía no espera, actúa en el instante. La verdad del propio yo se pone en cuestión cuando dejamos de subordinarnos. “Me niego a someterme, luego soy”.
Reconocimiento
La otra faceta de la dignidad (antes dijimos: heterónoma) es su reconocimiento por la sociedad. El reconocimiento por parte de todos de la excelencia de cada uno. Volvemos, de alguna manera, al Calderón y Lope cuando tratan de la trascendencia social de la opinión de los demás. En ese punto están los derechos humanos. En la obligación de la sociedad, de la ciudad, de apreciar la dignidad de todas y cada una de las personas que la habitan.
Hablamos del derecho a la dignidad. Es decir: de las garantías de una vida material decorosa y del reconocimiento, propio y ajeno, de la nobleza de condición. O dicho de otra forma (un tanto paradójica), de la democratización de la aristocracia. En el urbanismo se tratará de conseguir, por tanto, que además de que el diseño urbano que nos acompaña no ofenda (construir una ciudad bella), y de que la economía urbana no degrade (contribuir al progreso de la economía), que la ciudad responda a la nobleza de cada una de las personas que la pueblan.
Algunos rasgos urbanísticos de la dignidad podrían ser los siguientes: preservar al máximo la autonomía de cada uno, evitar el tratamiento adocenado (no se nos puede concebir en montones), actuar contra todas las formas de pobreza (la miseria: el grado cero de la dignidad), favorecer la integración (contra cualquier forma del gueto, contra cualquier estigma), promover la igualdad esencial, básica (vivir entre iguales), evitar cualquier discriminación (de la mujer, del anciano, del niño, del extranjero, del enfermo), facilitar la limpieza de lo público y evitar la sensación de abandono. Etc. (Nota: el "etc." es importante).
(Publicado el 17-10-07).
No hay Comentarios/Pingbacks para este post...
otros contenidos de urblog relacionados con urbanismo y derechos humanos, democracia, territorio, paisaje, suburbios, economia urbana
_______________________
código original facilitado por
B2/Evolution
|| . . the burgeoning city . . || . .
la ciudad en ciernes . . || . .
la ville en herbe . . ||