Lavorare stanca, “Trabajar cansa” es el título de uno de los libros más conocidos de Cesare Pavese (y uno de los primeros, lo publicó con sólo 28 años). También es el nombre de uno de sus poemas. Es curioso, pues se trata de un poema que no habla para nada del trabajo, sino de todo lo demás. “Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran a la cara / entre los tallos delgados: la mujer le muerde los cabellos / y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe turbada”. No es precisamente la imagen del trabajo, del esfuerzo. Pues bien, si a un lado está el trabajo y al otro el ocio, la actividad de participar corresponde, sin lugar a dudas, al primero. Cansa, desestabiliza, y cuesta tiempo y dinero. Sin embargo, como en el poema de Pavese, se suele presentar como una actividad lúdica, alegre, casi de ocio.
No es así, como sabe cualquiera que se haya integrado en alguno de los procesos abiertos a alguna fórmula de participación. Y lo saben también, especialmente, quienes viven en los suburbios. Porque posiblemente sea ahí donde más esfuerzo suponga, ya que se inscribe en un proceso mucho más amplio y costoso.
La reinvención democrática
Veamos. Los suburbios están lejos. Geográficamente, están apartados del centro. Pero también están alejados culturalmente. No se piensa igual en los suburbios, donde la inquietud del apremio, la rabia y las mismas representaciones, a veces procedentes de lejos, multiplican la distancia. Si bien esa separación también “les proporciona la clarividencia de la distancia” (Hatzfeld). Los apacibles burgueses “no se imaginan hasta qué punto es intensa la vida de los que, generación tras generación, han de luchar, adaptarse a nuevas tierras, a nuevos amos, a nuevas lenguas, cambiar de sitio y de oficio” a cada vaivén de la economía o la política. “Vivir a través de las adversidades incoherentes de su propia vida, en directo y sin código de desciframiento” (seguimos con Hatzfeld). Sin código alguno. Oyendo las mismas promesas, una y otra vez incumplidas. Una sensación de engaño que desemboca en un amargo nihilismo.
Las invitaciones a la participación reglada parecen un sarcasmo. Y sin embargo sigue siendo necesario “reinventar la democracia”, buscar nuevos dispositivos, más justos y más eficientes, para dar cauce a esa, a pesar de todo, obstinada voluntad de implicación ciudadana que se manifiesta, en todos los momentos y circunstancias, en los suburbios. Porque el desprecio hacia el juego político, tan habitual entre las clases dirigentes y medias (“yo soy apolítico”, y otras sandeces) es ajeno a los suburbios. “Hay en ellos, justo al contrario, una fuerte adhesión a la idea de necesidad de una gestión compartida del bien común, con una fe sincera e ingenua en el sistema democrático”.
La necesidad de reinvención democrática ha impulsado diversos tipos de organizaciones. El más clásico, el asociacionismo, la red asociativa. Pero también hay que considerar las distintas fórmulas de participación ciudadana organizada. Se trata, desde luego, de una estimulación institucional de la vida política, que tuvo su origen precisamente en el urbanismo. Muchos municipios han creado consejos de barrio y otros organismos que en algunas ocasiones funcionan de veras. Sobre la base de intercambio entre la información (procedente de las instituciones) y la formulación de deseos (procedente de los ciudadanos) se ha ido articulando un sistema con capacidad para influir en las decisiones de gobierno.
Mecanismos de participación
Las fórmulas participativas se han desarrollado en los últimos años. Podemos agrupar en media docena de tipos los diversos mecanismos que están ya suficientemente experimentados. Por un lado, la fórmula más habitual, que se basa exclusivamente en las asociaciones: los “consejos consultivos”. Organizados por temas o por territorios, reúnen a las principales entidades afectadas y funcionan como espacio de consulta. Si nos fijamos en las fórmulas que promueven la intervención de los ciudadanos a título individual, podemos encontrar experiencias interesantes de “jurados ciudadanos”, y de referendos (o en plan cursi: referenda). Y entre los mecanismos mixtos (con asociaciones y ciudadanos a título individual) están, entre otros, las “audicencias”, los “foros”, o los “talleres de prospectiva” (ver una buena descripción de cada uno de estos mecanismos en “Polis, la ciutat participativa”, aquí).
Y hay que hablar, necesariamente, del gran invento de los últimos años: los presupuestos participativos. Un proyecto que se inició tímidamente en Montevideo, pero que adquirió la más clara expresión de sus potencialidades en la institucionalización, en Porto Alegre, del Orçamento Participativo en 1989, tras la victoria electoral del Frente Popular. La experiencia se ha extendido enormemente, y ya se cuenta con múltiples y diversas fórmulas de implantación en todo el mundo (ver algunos ejemplos aquí). Una implantación, por cierto, sumamente complicada: hay que formar un Consejo del Presupuesto Participativo y Asambleas regionales, que a su vez albergan diferentes órganos comunitarios independientes. Y hay que prever “la articulación de plenarias temáticas, formadas por entidades que reúnen diversas categorías profesionales, además de otros movimientos sociales y organizaciones civiles, y foros de delegados temáticos” (Pilar Mairal). Muy complicado, desde luego.
Lo mismo la fórmula de los consejos y los foros que la implantación del presupuesto participativo exigen contar con fondos suficientes (una partida que puede llegar a ser muy elevada, si se trata de montar unos presupuestos participativos), y con gente dispuesta a dedicar tiempo y esfuerzo (incluso mucho tiempo y mucho afán) en este tipo de operaciones que siempre son sacrificadas. Insisto: la participación no es gratis, en ningún caso. Ni para unos ni para otros. Ni para los responsables políticos (les puede desestabilizar todas sus propuestas iniciales), ni para los técnicos (siempre son problemas añadidos, plantear presentaciones, tiempo de explicaciones y debates, múltiples cambios, etc.), ni para los representantes vecinales (infinitas reuniones, presiones, incomprensión en muchos casos), ni para los mismos ciudadanos que asisten y se comprometen.
Para ser más porosos
La foto que encabeza este post es una sesión de trabajo, de participación (una charrette) para el planeamiento del Greater Vancouver Regional District. Ahí están, aparte de los vecinos asistentes (y una concejala: Suzanne Anton, que tuvo que dejar otras actividades que tenía previstas para ese día, según se informó oficialmente), más de 120 profesionales (urbanistas, arquitectos y paisajistas) distribuidos en 35 mesas en el salón de baile del Westin Bayshore. A la vista de las imágenes la reunión fue, más o menos, una fiesta (¿no se ven tazas de café y coca-colas en las mesas?). Pero debemos explicar que se trata de un caso excepcional. Por cada imagen festiva de estas reuniones de participación nos encontramos al menos una veintena que no reflejan precisamente fiesta. Reflejan trabajo. Reflejan cansancio.
¿Podríamos decir, con Peter Handke (en su Ensayo sobre el cansancio), que es un cansancio “radiante”, un cansancio “que da confianza en el mundo”? Ójala, porque tiene sus ventajas: “Ésta es una imagen del verdadero cansancio humano: el cansancio abre, le hace a uno poroso, crea una permeabilidad para la epopeya de todos los seres vivos”. ¿Y no hemos dicho que es precisamente eso, porosidad, lo que hace falta para acortar las distancias del suburbio? Nos puede venir bien. Pero participar cansa. No esperemos otra cosa.
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