Del buen uso de las fuentes de Roma
Nos proponemos en este post merodear alrededor de los siguientes enunciados: 1º. Los escándalos ni se crean ni se destruyen, únicamente se transforman. 2º. En el fondo, los escándalos escandalizan bastante poco: hombres y mujeres nos conocemos ya demasiado bien, desde hace unos cuantos miles de años. 3º. Pero necesitamos creer que hay cosas que nos escandalizan, lo que no deja de ser una curiosa broma de nuestra condición. 4º. La ciudad, para serlo, necesita un manto de acontecimientos que la cubra. Hechos vibrantes que se dice sucedieron y se pegan a las paredes como la hiedra, como las lapas o (mejor) los percebes. Y si no los hay, se inventan. 5º. Para acontecimientos, los escándalos. 6º. Los urbanistas estamos confundidos. Quienes hacen realmente ciudad son los cineastas. Porque sólo los creadores de cine parecen hoy capaces de crear acontecimientos urbanos realmente vívidos. 7º. Lo coherente, por tanto, sería hacer con cada plan urbanístico una buena película. Más o menos como La Dolce Vita.
Las fuentes de Roma
Roma tuvo un sistema de abastecimiento de agua impresionante durante el periodo imperial y lo volvió a tener a partir del siglo XVI. De la primera época tenemos el testimonio de Frontino, un pretor contemporáneo de Tácito y Plinio el Joven que fue curator aquorum y escribió un curiosísimo tratado sobre “Los acueductos de Roma” (disponible en la biblioteca de la Escuela de Arquitectura de Valladolid), donde describe minuciosamente los 9 acueductos entonces existentes (llegó a haber dos más). En Roma ya se contaba con una amplia normativa sobre el uso, vigilancia y cuidado de las fuentes públicas, tanto ornamentales como funcionales. Unas instalaciones reconocidas, que tenían su celebración específica. Las fontanalia eran las “fiestas de las fuentes”. Se celebraban todos los 13 de octubre y en ellas se arrojaban flores a las aguas y se hacían sacrificios. La fuente más conocida de la ciudad era la de Juturna, que se tenía por personificación del agua inagotable.
Curiosamente, el único acueducto que quedó operativo tras el periodo medieval fue el de “Agua Virgen”, el que alimentaba a la fontana de Trevi. ¿Por qué se llamaba “virgen”? Oigamos a Frontino: “porque una doncella mostró a unos soldados que buscaban agua una corriente subterránea, y ellos la siguieron y encontraron, al excavar, una enorme cantidad de agua”. En cualquier caso parece que la historia de la ciudad está indisolublemente vinculada a sus centenares de fuentes públicas desde el principio. Y de hecho las fuentes constituyen todavía hoy una de sus principales ventajas (el frescor del agua en los calurosísimos veranos) y uno de sus mayores reclamos (la monumentalidad de todas sus ninfas y tritones). Unir agua fresca (el campo) y monumento (la mitología) es un impresionante logro urbanístico que se extiende a toda la ciudad. La fuente del Agua Feliz, las Quattro Fontane (en San Carlino), la fuente de los Cuatro Ríos, la del Tritone, la de las Abejas, la del Babuino o la de las Tortugas. Pero también los “bebederos” o los surtidores (“nasoni”, narizotas). Y por cierto, la adecuada distribución de fuentes en la ciudad no es cuestión menor, cuando el calor del verano puede resultar insoportable en unos entornos urbanos cada vez más recalentados. Pero hoy no hablamos de ese tema.
La Fontana di Trevi
Los romanos solían construir una fuente ornamental al final de sus acueductos, como remate de la obra. Cuando Nicolás V hizo reparar el Aqua Virgo recuperó esa vieja práctica, aunque modestamente. Hizo construir un simple pilón (eso sí, de firma: lo proyectó Alberti). Casi dos siglos más tarde, en 1629, Urbano VIII encargó a Bernini alguna actuación sobre esa zona, que consideraba poco interesante. Y Bernini propuso cambiar la fuente de sitio, llevándola al otro lado de la plaza (donde está actualmente), para que pudiese verla el Papa desde el Palacio del Quirinal. Pero no se hizo más. Tuvo que pasar otro siglo para que Clemente XII convocase un concurso para un nuevo proyecto de fuente. No lo ganó Nicola Salvi, pero recibió el encargo, y la obra dio comienzo en 1732. Duró 30 años, en los que Salvi aprovechó para morirse. La concluyó Giuseppe Pannini.
La fuente es enorme. Grandísima. Se dice que tiene 26 m. de altura y 20 de ancho, pero en la altura se contabiliza toda la fachada del palacio que la sustenta (trampa); y además parece más grande aún porque con su vaso se come toda la plaza (doble trampa). El fondo es el Palacio Poli, y el tema dominante se titula “Domando las aguas”. Detrás de una espectacular escollera en traventino, ahí está el Océano (la personificación del agua), dominando la escena. Mandando. Subido a un cocchio (coche), en forma de concha, del que tiran un par de caballos de mar, precedidos por otros dos tritones (esos seres mitad hombre-mitad pescado, que formaban el cortejo de Neptuno). Violentas luces y sombras por todas partes. Y por todas partes columnas exentas, nichos, rocas y un agua exuberante cayendo desde arriba. Flanqueando a Océano están Abundancia y Salubridad.
Tenemos pues, hasta ahora, tres buenas historias en este lugar, aparte de algunas anécdotas menores (como la de la copa de piedra delante de la casa del barbero, bien para que no se viese la casa desde la fuente o bien para que el barbero no viese la fuente, que tanto criticaba, desde su negocio). Por un lado, las aguas romanas y los acueductos. Por otro, la historia urbanística de la plaza (los papas, los arquitectos, los múltiples concursos, las obras). Y finalmente, la historia misma que relata la fuente (el Océano triunfante y todas esas cosas). Pero ¿de qué valen esas historias al lado de la escena de Marcello Mastroiani y Anita Ekberg?
El baño de la diosa
Cuando Fellini rueda La Dolce Vita Italia está viviendo su propio milagro, el miracolo italiano. ¿Qué mejor lugar para un milagro que la misma Roma? De hecho incluye en su película uno de esos falsos milagros que han venido amenizando los siglos. Pero lo cierto es que en la posguerra Italia tuvo un crecimiento económico sostenido y muy fuerte, que empezaba precisamente en esos años. Sin embargo ese crecimiento iba acompañado de una fuerte crisis cultural. El país había empezado la guerra con unos (los alemanes) y la acabó con otros (los aliados). Era sede del catolicismo pero el movimiento comunista también tenía una enorme fuerza. La ciudad de Roma acogía a decenas de miles de inmigrantes cada año, pero muchos de ellos en situación irregular. El centro se recuperaba, pero las barracas, refugios e incluso dormitorios colectivos también abundaban en la periferia y en el mismo centro. En 1951 cerca de 105.000 personas vivían en grutas, ruinas, barracas y “semienterrados” en el interior de la “ciudad regular", según datos oficiales (Mario Sanfilippo en Le tre città di Roma, Laterza, 1993, a quien seguimos ahora). Se debatía en los salones cómo actuar en el centro histórico, pero la città abusiva (espontánea, irregular) crecía sin control: todavía en 1962 se regularizaron cerca de 4.000 hectáreas de este tipo.
En este confuso panorama se presentó la película de Fellini. Se rodó en 1959 y se estrenó en Milán el 5 de febrero de 1960. El tema de la película es, creo, el contraste entre “la dulce vida” de Marcello Rubini, sin compromiso, al día, a lo suyo, en un mundo de ocio, mujeres, esplendor; y la de su amigo Steiner, el intelectual comprometido, racional, equilibrado: la contrafigura de Marcello. Finalmente Steiner se suicida (su equilibrio era sólo aparente; la paz, falsa) y Marcello acaba en la playa, acabado y confuso. O sea: el compromiso te puede corroer, pero la ligereza también: la tragedia de la vida. Pero el propio Fellini no sabía explicar bien de qué iba la película, y se conformaba con decir cosas como que “la vida tiene una dulzura profunda a la que no podemos renunciar” (lo cuenta Manuel Canga en su Guía para analizar y ver La Dolce Vita, Barcelona, Octaedro, 2004, a quien también tenemos como referencia). Y realmente no parece muy importante el argumento completo. De hecho, sólo los cinéfilos se acuerdan de él. Pero todo el mundo recuerda inmediatamente de este film un puñado de imágenes sueltas, y especialmente la del baño en la fontana de Trevi.
El baño. Una escena inspirada en una serie de fotos reales que Pierluigi Praturlon realizó en el verano de 1958, y que se publicaron en Tempo Illustrato (lo cuenta el citado Canga). Sylvia avanza en la fuente, entra en el agua y la plaza se torna en un espacio mágico, mítico y esplendoroso, donde domina primero el sonido del agua, luego el silencio, siempre la noche romana. Se funde allí la imagen de “una ninfa de resplandor solar entre tritones y dioses mitológicos” con “las alegorías de la salud y la abundancia, la salud y las doradas abundancias de Anita Ekberg” (ahora es Javier Villán quien habla). Una suerte de fusión entre mito y realidad, sueño y vigilia, deseo y locura. Es decir: el mundo de la fiesta, de la excepción, de la transgresión.
El cine de los urbanistas
Un texto de Leonardo Ciacci titulado precisamente así, “El cine de los urbanistas” (e incluido en M. Bertozzi, ed., Il cinema, l´architettura, la città, Roma, Dedalo, 2001) se propone estudiar “literalmente el cine realizado por los urbanistas, arquitectos y estudiosos de la cuestión urbana. Ocasionalmente en el papel de guionista o escenógrafo, a veces como director, algunos urbanistas están capacitados para producir auténticas obras de cine”. Es curioso. Cita un buen número de autores y obras, si bien se trata en la mayor parte de los casos de trabajos de carácter documental, realizados para la propaganda político-cultural y disciplinar. Productos de ocasión para alguna exposición pública. Pero cuando Ciacci se pregunta no ya lo que se ha hecho, sino “la utilidad (potencial) del cine en el urbanismo”, recuerda un antiguo planteamiento de Argan del año 1967, en el que se proponía impulsar un mayor uso del cine por parte de los urbanistas porque “el cine es, entre todas las técnicas de comunicación, la más estructurante, la más cercana a ser un sistema significativo”. El cine es (ahora habla Ciacci) “el único instrumento capaz de producir la necesaria participación emocional, no racional, colectiva, en el proyecto urbanístico, cuando se hace intérprete del miedo y la esperanza de una sociedad en transformación radical”.
La verdad, asusta un poco. Cuando se alude a las emociones, a utilizar el cine como instrumento para mover emociones resulta preocupante. Pero la posibilidad está ahí, y se puede utilizar en un sentido o en otro. Un potencial que se acrecienta cuando se rodea de escándalo. A Fellini le gustaba tanto la provocación como el cine coral. De hecho había pensado titular esta película como “Babilonia, 2000 años después de Cristo”. Es más, al poco tiempo de estrenarse la película declaró a una revista francesa que la verdadera estrella de esta historia era “la Babilonia de sus sueños”. Una ciudad del pecado. Y como sabemos, la Iglesia fue la gran publicista de La Dolce Vita, con sus declaraciones y artículos excomulgatorios en la prensa vaticana. A Fellini le acusaban de “pecador público”. En España, por supuesto, se prohibió su estreno. Porque a pocos como a la Iglesia le gustan los escándalos. Son su alimento.
La horma del escándalo
Bañarse en una fuente pública, hoy, a pesar de estar prohibido por las ordenanzas, tiene una repercusión pública minúscula. En Miranda de Ebro la policía detuvo en 2006, sin pena ni gloria, a un hombre que estaba bañando a su hijo en la fuente de un parque. Y en L´Hospitalet, el mismo año, se detuvo a otro joven, que se estaba bañando desnudo en una fuente pública para "bajar la borrachera", con la misma indiferencia general. Ya tampoco resulta llamativo bañarse en la fontana de Trevi. Una milanesa de 40 años, Roberta, en abril de 2007, se desnudó y bañó en ella hasta que llegó la policía. Se defendió diciendo que "el agua es de todos y hacía calor". Un poco tontuna, la Roberta. Lo escandaloso era el malísimo argumento, y no el desnudo. ¿Es que ya nada escandaliza?
Vayamos a la misma fuente, la nuestra, en octubre de 2007 y leamos la noticia: "La Fontana de Trevi deja de manar después de que unos desconocidos tiñeran de rojo el agua. Las autoridades han detenido el circuito del agua para evitar daños en las esculturas". Y más adelante: "El acto vandálico, que puede poner en peligro el bello conjunto escultórico (...) ha sido reivindicado por el desconocido grupo FTM Acción Futurista 2007”. ¿No es esto escandaloso? Y si realmente acabasen con la fuente: ¿no sería un escándalo? Atención a las palabras. A estos chicos que ponen en peligro un monumento no se les llama gamberros, como a los que se bañan en las fuentes públicas: se les llama vándalos. Escándalo: Acción, situación o comentario que provoca rechazo e indignación pública, por su amoralidad o su inconveniencia.
Un apunte más. Hoy mismo hemos leído que finalmente las autoridades holandesas y grupos ecologistas han llegado a un acuerdo para salvar de la tala al castaño centenario y enfermo en el que se escondía Ana Frank de los nazis y escribía su diario. Ahí está: un acontecimiento que “hace ciudad”. Como el que comentamos. No escandaloso, pero vívido. Aunque, eso sí, no derivado del cine. Sólo de una novela, o un diario novelado. Insisto: nos falta cine.
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