Por la superación del orden religioso en las ciudades
Las ciudades únicamente pueden prosperar si, además de ofrecer seguridad e impulsar la economía y el comercio, “ordenan e inspiran a la vez las complejas naturalezas de las masas que congregan”, según opinión de Joel Kotkin en su curiosa síntesis sobre La ciudad. Una historia global (Barcelona, Debate, 2006). Un libro escrito con el único objetivo de “incitar al lector” a “explorar en los fundamentos de la experiencia urbana”. Pues exploremos.
La universalidad de la experiencia urbana, la omnipresencia de los templos.
¿Es lícito considerar en conjunto la experiencia urbana, a pesar de las enormes diferencias que se dan entre unos y otros lugares, sociedades y periodos históricos? Para nosotros, sí. Estamos con Braudel: “Una ciudad es siempre una ciudad, se halle donde se halle ubicada tanto en el tiempo como en el espacio”. Y nos interesa destacar de qué va la ciudad, por encima de cualquier otra consideración. Ahora seguimos a Jacques Ellul, para quien la ciudad pretende construir un orden nuevo, distinto al natural, profundamente civil: “Caín ha construido una ciudad para sustituir al Edén divino por el suyo propio”. Un orden que ha trascendido los primitivos vínculos tribales y de clan. Y lo ha hecho hasta ahora bastante bien. O mal, según se vea. Pero ¿también ha conseguido superar (o trascender) completamente el orden, igualmente ancestral, marcado por las religiones? No. Muy al contrario. La ciudad gira desde su origen en torno a conceptos y espacios sagrados, de los que sólo en los últimos siglos del último milenio, y en determinados lugares, ha empezado a despegarse.
Las ciudades de Sargón
Las primeras ciudades de Mesopotamia fueron organizadas por el clero. Los sacerdotes sumerios las dotaron de sentido del orden y continuidad. Establecieron, por ejemplo, los calendarios que regulaban el trabajo, el culto o la fiesta. Y no es de extrañar, por tanto, que la silueta de aquellas ciudades estuviera dominada por los templos (uno de los más antiguos, el de Nanna, el dios lunar, que se elevaba unos 20 m. sobre el llano). Esos templos eran algo así como “montañas cósmicas” (en expresión de Mircea Eliade), directamente conectados con el cosmos. Unos espacios sagrados que acababan sirviendo para todos, fuesen de la religión que fuesen. Desde entonces nos hemos acostumbrado a que haya algo importante, y más grande, en el centro. Porque la hermandad entre unas y otras religiones suele ser más profunda que la marca de cada una de ellas. De ahí que igual que los cristianos hicieron suya la mezquita de Córdoba, los santuarios de Ur (llegó a tener 24.000 habitantes) fueron repetidamente restaurados por los sucesivos conquistadores de la ciudad.
Sargón, en torno al 2400 adC conquistó Mesopotamia, y también tuvo especial cuidado en mantener los lugares sagrados. Pero inició algunos cambios que reestructurarían para siempre el orden urbano. Arrebató el control de la economía al clero, y se llevó la capital a una ciudad nueva (Agadé, o Acad), cerca de donde se levantaría Babilonia (250.000 habitantes). Precisamente en esta ciudad el dominio de la religión sobre el comercio se debilitó aún más. Y se crearon una serie de leyes aplicables a la diversidad de pueblos diferentes que la poblaban: el código de Hammurabi. Es decir, que ya aparecen otros signos de la ciudad, un poder económico separado y autónomo, y una reglamentación civil que ordene la vida urbana.
Las ciudades de Herodoto
En el siglo V adC el historiador griego Heródoto observó el auge y caída de grandes ciudades. Advirtió que “la mayor parte de las que antaño fueron grandes hoy son pequeñas, mientras que las que han sido grandes en mi época solían ser pequeñas en tiempos más antiguos”, y pensaba que “la prosperidad humana jamás mora durante mucho tiempo en el mismo lugar”. Ur y Nínive, antaño magníficas eran ya insignificantes. Babilonia, Atenas o Siracusa estaban entonces en su apogeo.
La principal construcción de Babilonia era la torre-templo… de Babel (Babilum), una construcción destruida y reconstruida, aumentando su altura (con Nabucodonosor II alcanzó el máximo, llegando a 60-90 m.), en numerosas ocasiones. Al parecer, el origen de esta “Casa del Fundamento del Cielo y de la Tierra” se remonta al tercer milenio adC. Y Siracusa también levantó un templo a Apolo en su primer enclave, la isla de Ortigia (un templo que, por cierto, luego sería transformado por los árabes en mezquita). Las culturas y la civilización habían evolucionado, pero no tanto como para dejar el lugar central a usos prosaicos. Sin embargo, ya se veía un nuevo énfasis en los edificios y espacios públicos. Y el orden se fundaba tanto en los dioses del campo como en la política de las ciudades. Sócrates pensaba que “los lugares del campo y los árboles nada me enseñan, pero sí la gente de la ciudad” (fue ejecutado, por cierto); y la Acrópolis de Atenas (el centro de culto, en la parte alta) convivía con el ágora (el centro social, político y comercial, más abajo).
Las ciudades de Ibn Batuta
Durante el viaje de más de dos décadas que Ibn Batuta inició en Tánger en 1325, y le llevó a los principales puertos comerciales de la costa oriental de África, las poblaciones de caravanas del Asia Central y las principales ciudades de la India y la ruta de la seda, “se sintió casi en todas partes como en su propia casa”. Se fue encontrando con distintas lenguas y culturas, pero la mayoría de las ciudades que visitó “vivían dentro de los familiares límites de la denominada Dar-al-Islam, la Casa del Islam”. El concepto musulmán de umma, o “comunidad unida por la misma fe”, sirvió para unir y motivar a los distintos clanes establecidos en las ciudades.
La sofisticada cultura urbana del Islam estaba fundada básicamente, como antaño, en las preocupaciones religiosas, y las mezquitas ocuparon el centro de la vida urbana. Otra vez la religión dominadora. En Occidente: catedrales, iglesias y camoanarios. En Oriente: mezquitas y minaretes. Ciudades que en muchos casos eran cosmopolitas y agradables (“si el paraíso estuviera en la tierra, sería Damasco”, dijo Ibn Yubayr), pero siempre de orientación religiosa. Se encontró una ciudad llamada al-Qahira, la triunfante, El Cairo (“morada de los débiles y de los poderosos”), con grandes palacios y mezquitas que organizaban los nuevos desarrollos urbanos, la Ciudadela de Saladino en Muzzattam, y muchos más edificios religiosos. Y también llegó a la extraña ciudad de Delhi, a miles de kilómetros. Allí se acababa de fundar la cuarta ciudad, Jahanpanah, de las siete que constituyen la actual ciudad histórica. Las anteriores estaban dominadas por la mezquita de Quwwat, la primera que se levantó en la región y que contenía en su patio un símbolo del siglo IV. Junto a ella, el altísimo minarete de QutbMinar. Aunque la gran mayoría de la población de la India seguía siendo hindú, los musulmanes dominaban los centros urbanos de todo el subcontinente y los marcaban con los signos de su religión.
La sociedad más urbanizada de Europa
Mientras los centros urbanos de España y Portugal empezaron a declinar, a partir del siglo XVII, las ciudades de los Países Bajos y Gran Bretaña multiplicaron su población por 4 y por 6, respectivamente. Amsterdam se reveló como la ciudad más importante del nuevo estado separado de España, el más urbanizado de Europa. Novedad: la ciudad estaba dominada por comerciantes, y ya no por aristócratas o sacerdotes. Su fe calvinista contribuyó a potenciar una cultura cívica centrada en el comercio y los negocios. De hecho los holandeses consideraban que su éxito económico era una prueba de que Dios estaba con ellos y aprobaba lo que hacían. La cultura se democratizó y se impuso (valga la paradoja) un clima de tolerancia. La ciudad contaba con instituciones religiosas católicas, hugonotas, judías, luteranas y menonitas, además de la predominante iglesia reformada holandesa. “El milagro de la tolerancia se producía –según Braudel- cada vez que le convenía a la comunidad comercial”.
Al cabo, Londres no tardaría en superar a Amsterdam en vigor comercial. La venta de Nueva Amsterdam a los ingleses (que la rebautizarían como Nueva York) en 1664 es todo un símbolo. La ciudad inglesa, que creció enormemente, y en 1790 ya contaba con 900.000 habitantes (cuatro veces más que Amsterdam), no se centró en la construcción de grandes complejos monumentales, sino en atraer población y afincar nuevos bancos e instituciones económicas y comerciales. Y sobre todo fue capaz de dotarse de una cultura de progreso firmemente asentada, una vez eliminado el lastre de la jerarquía católica y sus propiedades, procedente de la Edad Media. Una de sus expresiones fueron los movimientos de reforma social, impulsados por el clero y una floreciente clase profesional.
El auge urbano de los Estados Unidos
La cultura urbana anglosajona se trasladó a Estados Unidos. Se hablaba de la “nueva frontera”. En 1900 este país contaba con 38 ciudades de más de 100.000 habitantes. Nueva York se convirtió en el símbolo de un nuevo tipo de ciudad, poblada de rascacielos, que “representaban la respuesta comercial de la ciudad a las grandes catedrales europeas, las elegantes mezquitas del mundo islámico y los complejos imperiales de Asia oriental” (Kotkin). Pero tales estructuras “no podían proporcionar el sentimiento de lugar sagrado” que los edificios religiosos y monumentales daban a las viejas ciudades. “Al ser esencialmente estructuras comerciales, se suponía que poco podían decir acerca de un orden moral o una justicia social duraderos”. Pero es lo que tienen. Una nueva colección de menhires que en su conjunto lo llaman skyline.
Las “Reinas del Lejano Oriente”
Al comenzar el siglo XXI contamos con un numeroso grupo de ciudades millonarias que han crecido desmesuradamente en población sin el correspondiente incremento de riqueza o poder. Algo parecido a lo que durante varios siglos sucedió con Nápoles, pero multiplicado y agravado. En ellas se desarrollan tendencias fuertemente antimodernas. Pero en contraste con este panorama, otras ciudades de Asia oriental, que un colonialista decimonónico denominaba “reinas del Lejano Oriente”, han crecido conforme a pautas históricas más clásicas. Se expandieron tanto económica como demográficamente. Como consecuencia, las áreas urbanas de Seúl, Taipei, Singapur, Shanghai o Hong Kong han saltado a la escena mundial.
Hay quien ha leído esta nueva cultura urbana oriental como una actualización del “espíritu confuciano, basado en el respeto a la autoridad de una élite de sabios y mandarines”, que implica un “egocentrismo colectivo”, combina ideas tradicionales y occidentales, y proporciona un orden y una voluntad colectiva. También se ha dicho que es la “vía autoritaria al capitalismo de la ciudad-estado”. En China, bajo el programa de las “cuatro modernizaciones” los municipios han recobrado mucha más autonomía. Como paradigma o modelo, nos sirve el enorme complejo urbano de Pudong, junto a Shanghai, donde en poco más de una década se ha levantado una nueva ciudad de rascacielos.
Entretanto: la religión, los altares, los templos.
Muchos miles de años antes de que apareciesen las primeras ciudades ya había altares, templos, sacrificios y ofrendas por todas partes. Había dioses y religiones (o al menos un vago sentimiento religioso). Había curas (o al menos gente especializada en la traducción de los deseos divinos). La ciudad más antigua es Jericó, con 8000 años. Pero el sentimiento religioso data de mucho antes. “No hay duda es de que desde la aparición de Homo sapiens el fenómeno religioso es un continuo”, dice Eudald Carbonell. Los restos más viejos hallados de un Homo sapiens (Etiopía, 1967) tienen una antigüedad de 195.000 años; aunque es probable que los primeros Homo sapiens sean todavía más antiguos, posiblemente de hace 400.000 años.
¿Por qué esa extensión de la religión? Porque creaba orden. Al “ayudar a controlar la ansiedad de no saber" (Gómez Pellón), permitía el orden y daba una apariencia de seguridad. Entendemos que las ciudades hicieron uso de esos sentimientos y obedecieron a ese grupo de especialistas para organizar de alguna forma la convivencia humana. Pero que desde hace ya bastantes siglos muchas sociedades intentan desprenderse de tales dependencias místicas para organizar el espacio de la vida en común. Va a costar. Está costando. Han sido demasiados miles de años.
El destino de las ciudades, el urbanismo nihilista y (modestamente) otro posible urbanismo.
Ciertamente, esta vertiginosa lectura de la historia ha dejado fuera todas las cuestiones sociales. Quizá algún lector lo haya advertido. Digámoslo ya: este proceso tan elegante que acabamos de describir se ha escrito sobre millones de cuerpos destrozados, esperanzas deshechas, toneladas de miseria y muchísimo dolor de muchísima gente. Pero esto no quita (alguien dirá: sino todo lo contrario) para que podamos observar y atender al papel de las religiones y las iglesias en el devenir urbano. Desde el primer momento estaban ahí, organizando la ciudad y resistiéndose a dejar paso a otras instituciones. En algunos periodos se consiguió que aflojasen su influencia; pero más tarde recomponían su lugar y sus templos. A veces cambiaban de cara. Pero ¿dónde estamos hoy?
Kotkin (a quien hemos seguido de forma descarada en este post, robándole frases y citas) advierte que los urbanistas de hoy, que resultan convincentes al hablar de patrimonio o sostenibilidad, “a diferencia de los progresistas de la era victoriana –que compartían inquietudes similares-, raramente aluden a la necesidad de una potente visión moral que mantenga unidas a las ciudades”. En efecto, en una visión posmoderna realmente vigente, no suele hablarse en Occidente de valores morales compartidos que vayan más allá del “microcosmos cristiano-burgués”. Estas “actitudes nihilistas” podrían revelarse peligrosas, pues “sin un sistema de creencias ampliamente compartidas, resultaría extremadamente difícil concebir un futuro urbano viable”. Y ¿qué creencias tenemos hoy que puedan servir para esa cohesión, más allá de templos y religiones?: nos gustaría pensar que son los derechos humanos. Aunque ahí tenemos casi todo el camino por hacer. Pero, con todo, casi mejor que nos organicemos sin grandes planteamientos. No vaya a ser que nos entre otra vez la religión por la ventana, y vuelvan los altares del sacrificio.
Nota: Hemos estado pensando qué música podría acompañar a este proceso de 8000 años. Finalmente, hemos elegido ésta.
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