De cómo la ciudad se dibuja en los textos de Alejo Carpentier
El título del libro habla por sí solo: El amor a la ciudad (Madrid, Alfaguara, 1996). En realidad es el título de un artículo que publicó Carpentier en el periódico habanero Tiempo el 10 de diciembre de 1940, y que se recoge íntegro en el libro que comentamos. Porque se trata de una compilación de artículos, conferencias, pequeños ensayos y crónicas que fue escribiendo nuestro autor entre 1925 (con 21 años, cuando estudiaba arquitectura en La Habana, o acababa de dejarlo por el periodismo) y 1973 (con 69 años, ocupando un cargo diplomático en la embajada de Cuba en París). Pero no sólo el título es atractivo y valioso. En sus páginas van apareciendo, entre muchas más cosas, algunas imágenes de ese "amor de mis amores" habanero, profundamente vívidas y expresivas. Porque La Habana es la ciudad andada y desandada intermitentemente a lo largo de toda una vida, que la literatura colorista de Carpentier nos entrega afectuosamente en este libro.
Se dice que el estilo de Carpentier es sofisticado, refinado, sutil, y cargado de multitud de alusiones culturales. Y aunque en estos escritos el autor no deja de ser Carpentier, tanto por su origen (en su mayor parte periodístico) como por su objeto (su ciudad “amarilla”), todo se atenúa y se acerca. Nos dibuja una ciudad viva, fresca y abierta.
La viveza
Por todas partes insiste en la enorme animación de sus calles. Una alegría que considera prácticamente un patrimonio. “No conozco calle más viviente –en el exacto sentido de la palabra- que la calle habanera”. Y no se trata, advierte, de confundir lo vivo con lo pintoresco (y eso que aquí sólo tenemos “pintoresquismo de buena ley”). En la calle habanera “se crea una vida nueva cada día”. Y se explaya en comentar las gentes y los encuentros que se dan diariamente en esos afortunados espacios. “La Habana tiene un privilegio que sólo conocen las grandes capitales del mundo. Y es que el aburrimiento no vive en sus calles. La calle habanera es un espectáculo perenne (...). Hay en ella materia viva, humanidad, contrastes, que pueden hacer las delicias de cualquier observador”.
Y ahí aparece otra constante de este puñado de escritos que compone el libro: la visión del observador, del espectador. O mejor: la de uno mismo, haciéndose de nuevo espectador. La ciudad se toma desde dentro, pero vista con ojos nuevos, extrañados, foráneos. Lo dice Fabio Murrieta en la presentación del libro: “Es, entonces, cuando descubrir lo vital que circula entre las rocas y muros se convierte en necesidad del espíritu. Y de tanto buscarlo se logra aislar, definir, y, finalmente, amar”. Carpentier también se lo decía a sí mismo: “Comprende entonces que el hábito, la costumbre, la obligada convivencia con hombres y piedras, son terribles neutralizadores de emociones”.
Es realmente sorprendente el escaso (prácticamente nulo) instrumental del urbanismo no ya para conseguir, sino siquiera para promover esa viveza de las calles, luego tan celebrada. “En todos los tiempos fue la calle cubana bulliciosa y parlera”, pero no será por el acierto de los planificadores que la crearon o recrearon. Pues en éste, como en casi todos (no en todos) los aspectos esenciales de la ciudad, somos inútiles los urbanistas. Por supuesto, si estas calles son alegres “en todos los tiempos”, Carpentier no se recata de expresar la especial alegría que las recorría en los meses posteriores a la revolución castrista, que apoyó expresamente: “Como entrañable conocedor de La Habana que soy, puedo afirmar que nunca he visto reinar en ella la alegría, la alegría multitudinaria, el júbilo colectivo, que hoy la animan”, escribía en junio de 1959.
El frescor
También está el libro lleno de alusiones al frescor, la sombra, las penumbras, lo húmedo, la brisa. Alguna vez habla de los árboles (y del ancestral, también allí, odio al árbol); y del valor del campo como contraste y complemento de la ciudad (reprocha el dicho que oía reiteradamente en su niñez de que el campo “era para los pájaros”). Pero sobre todo le gusta transmitir la idea de frescura que se consigue en las calles habaneras, en los patios y en las casas. Por supuesto (y esta acotación la hacemos nosotros, que él nada dice), un frescor relativo, dentro de lo posible. Pondremos una larga cita: “Humboldt se quejaba, en su tiempo, del mal trazado de las calles habaneras. Pero llega uno a preguntarse, hoy, si no se ocultaba una gran sabiduría en ese mal trazado que aún parece dictado por la necesidad primordial –tropical- de jugar al escondite con el sol, burlándole superficies, arrancándole sombras, huyendo de sus tórridos anuncios de crepúsculos, con una ingeniosa multiplicación de aquellas esquinas de fraile que tanto se siguen cotizando”.
“(...) Mal trazadas estarían, acaso, las calles de La Habana visitadas por Humboldt. Pero las que nos quedan, con todo y mal trazadas que pudieran estar, nos brindan una impresión de paz y frescor que difícilmente hallaríamos en donde los urbanistas conscientes ejercieron su ciencia”. Ya ven: palo a los urbanistas. Y lo cierto es que para este tipo de cuestiones sí hay “ciencia urbana”, se saben hacer. El problema, ahora, es la competencia (desleal, peligrosa) de la multiplicación de los sistemas acondicionadores. Pero sigamos con la visión de Carpentier: “La vieja ciudad, antaño llamada de intramuros, es ciudad en sombras –sombra, ella misma”. Las calles “eran tenidas en voluntaria angostura, propiciadora de sombras, donde ni los crepúsculos ni los amaneceres enceguecían a los transeúntes, arrojándoles demasiado sol en la cara”.
También se extiende en comentar el valor de los patios de las casas tradicionales. Pero especialmente llama la atención sobre un determinado espacio de la casa: “No había casa, en los días de mi infancia, donde no estuviese perfectamente localizado el lugar del fresco, que solía desplazarse de primaveras a otoños”. Para desarrollar y extender ese microclima bondadoso que se buscaba en la ciudad se ha venido haciendo uso, en opinión de Carpentier, de varios elementos que, convenientemente multiplicados y distribuidos, han acabando haciendo el “estilo sin estilo” de esta ciudad. Por un lado, desde luego, esas columnas de todo tipo que dan forma a espacios intermedios (porches, pórticos, portales, umbrales) y caracterizan intensamente este lugar: la “ciudad de las columnas”, es el título de uno de los textos incluidos en este libro (y título también de otro librito, publicado en los años 70): “La Habana es ciudad que posee columnas en número tal que ninguna población del continente, en eso, podría aventajarla”.
Tantas columnas que podría cruzarse la ciudad “siguiendo una misma y siempre renovada columnata”. Tan familiares que se hicieron costumbre, y con ella invisibles: “Acabó el transeúnte por olvidar que vivía entre columnas, que era acompañado por columnas, que era vigilado por columnas que le medían el tronco y lo protegían del sol y de la lluvia, y que hasta era velado por columnas en las noches de sus sueños”. También se extiende en comentar “el medio punto cubano –enorme abanico de cristales abierto sobre la puerta interior, el patio, el vestíbulo, de casas acostilladas de persianas (...), el brise-soleil inteligente y plástico que inventaron los alarifes coloniales de Cuba”, y que es “el intérprete entre el sol y el hombre”. Por último, cuando se refiere al puerto, lo presenta como un lugar extremadamente vivo. Pero también como elemento refrescante que permite al mar entrar hasta el interior urbano. “Cuando la brisa parece haberse perdido, es allá donde se la encuentra”. Y se interna: “De todos los puertos que conozco (es) el único que ofrece una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad”.
Lo inacabado
Pero no queremos dejar de destacar otro aspecto en el que también insiste Carpentier, y que nos parece interesante: esta ciudad ofrece siempre la sensación de estar inacabada. Lo dice con rechifla (de hecho lo comenta en un capítulo en el que también se habla del hermano bache: “Esos baches cobran categoría de viejos parientes, que no nos agrada ver a menudo, pero que tratamos con cariño cuando el azar los coloca en nuestro camino”). Según él esta ciudad ha estado, y está, en manos de coleccionistas de avenidas, parques, casas y edificios públicos “que temen ver terminado su placer al lograr una obra perfecta”. Porque (y aquí viene lo bueno) “todos los elementos de la perfección coexisten en La Habana: un malecón comparable únicamente con los de Niza o Río de Janeiro, un clima que propicia flores en todos los tiempos; un cielo que no cubre los pavimentos con lodos grises; una situación geográfica que pone decoración de mar, nubes o sol, al final de cada calle...”.
Y sin embargo –continúa diciendo- “La Habana es la ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico, de lo abandonado”. Creemos que ahí se equivoca. No en la crítica de la indolencia, desde luego. Pero sí en la lectura del paisaje inacabado. La relación que nos hace antes de los elementos de la perfección urbana denota ese amor por la ciudad que se enuncia en el título del libro. Pero la queja por lo inacabado (incluso por los hermanos baches) no la compartimos. Lo inacabado es lo abierto. Y lo abierto es lo despejado, libre. La libertad no se relaciona con el abandono. Pero sí implica lo inacabado, lo cojo, lo asimétrico.
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