Desvanecimiento del urbanismo en los personajes de e. e. Cummings
Siempre hemos pensado que uno de los ideales urbanísticos más interesantes es el de la pantalla blanca. Conseguir que la ciudad no sea relevante en la vida urbana, sino sólo al fondo de los hechos que en ella se den. Lograr su discreción completa frente a los acontecimientos que acoge. Actuar como en el cine actúa la pantalla respecto a las películas que en ella se proyectan. Pero en el lado opuesto de este ideal disciplinar se encuentran otras situaciones en las que el urbanismo es absolutamente irrelevante. E. e. Cummings nos recuerda alguna en La Habitación Enorme (Madrid, Espasa Calpe, 2004; original de 1922).
El libro narra la propia experiencia de Cummings en la cárcel (pues cárcel debe llamarse el Dépôt de Triage constituido en un antiguo seminario de la pequeña población normanda de La Ferté Macé, durante la Primera Guerra Mundial. Atractivo como un electroimán (no ya como un imán vulgar), nos recuerda la estancia (la peregrinación, como prefiere denominarlo) del escritor norteamericano en esos calabozos, a lo largo de tres meses. Allí esperaba ser acusado formalmente y conducido a la cárcel, si finalmente era declarado culpable de traición, o devuelto a la libertad en caso contrario (como así fue). El relato está centrado en un espacio esencial: un cuarto “de forma rectangular, de unos 80 pies por 40 [algo más de 24 x 12 m2], de aire inconfundiblemente eclesiástico: dos hileras de columnas de madera, situadas a intervalos de 15 pies, se elevaban hasta un techo abivedado a 25 ó 30 pies por encima del suelo. De espaldas a la puerta y de cara al interior de la habitación, en el rincón más cercano a mano derecha (donde estaban las escobas), había seis cubos de orina”, etc. El espacio era repugnante. Fuera de él estaban los patios, la cocina, los cabinots, la cantina, las otras dependencias. Y en ese pequeño mundo se concentraba toda la vida de un puñado de unos 60 detenidos. Cerca, en otra dependencia, se encontraban otras tantas mujeres.
Es curioso observar que cuando llevan a Cummings hacia esa cárcel la ciudad aparece bien presente en el relato. París es “un bonito lugar, sin duda una gran ciudad”; las hojas que invaden un muro son “de un color refrescante”; “me puse a contemplar el paisaje (…). La luz del sol daba manotazos en mis ojos y me abofeteaba con color mi mente somnolienta”. Después “algún ruido nocturno abría un agujero diminuto y vano en la enorme cortina de esponjosa oscuridad”. Y finalmente son sus amigos “la silueta y la lune” [sic: el libro está repleto de términos en francés y en otros idiomas, además de términos inventados]. Una visión consciente del paisaje que reaparece, de forma igualmente llamativa, en el último capítulo: despacio, lentamente, una vez recobrada la libertad las cosas resucintan. Nuevamente entonces la nieve cobraba cuerpo: “Había en ella algo indeciblemente fresco y exquisito, algo perfecto y diminuto y dulce y fatal”. Nuestro autor volvió a ser, en ese último capítulo, “Edward E. Cummnigs, me volví lo que estaba muerto y ahora está vivo, me volví una ciudad”. Y La Ferté Macé se reinaugura: “Salgo solo sin ningún planton a la pequeña calle de la pequeña ciudad de la Ferté Macé, que es una pequeña, pequeñísima ciudad de Francia en la que hace mucho tiempo solía atrapar agua para un viejo…” Reaparece París: “Las calles. Les rues de París”. Pero mientras estuvo detenido, nada parecido a un espacio urbano entraba en la conversación. Simplemente no era relevante. Nunca. Daba igual. Salen los presos a coger agua de una fuente exterior y nada se dice de la curiosa plaza que atraviesan: sólo hay cubo, fuente, los plantons (vigilantes, carceleros), y los compañeros de habitación. Nada más existe. Una sola vez se habla de “una pequeña ciudad, más bien egoísta”: ¿es eso paisaje? En el patio hay plantados unos cuantos manzanos, pero igualmente desaparecen en todo momento. No hay una sola referencia a su presencia. No juegan ningún papel, ni siquiera para modular los sueños.
El paisaje de la Habitación Enorme y sus alrededores es únicamente cuerpos. Los hechos, las descripciones, los recuerdos, las historias, cuando estás dentro, se reducen a ellos. Una constante, los idiomas, las posibilidades de entendimiento en la multitud de lenguas que hablaban los habitantes de la habitación. Pero detrás de ese entendimiento lo profundo es la vida en sus manifestaciones más ¿primarias, directas? Los apodos indican esa carga sentimental. Haciendo un juego con The Pilgrim's Progress, el conocidísimo (en la cultura anglosajona) libro alegórico de John Bunyan, publicado a finales del XVI, considera “montañas deleitosas” a las personas más niñas, más claras, “de risa inimitable”: en el relato de Bunyan la vista desde esas montañas contribuye al consuelo del peregrino, pues están “más cerca del deseado puerto” (o sea: Dios, más o menos). De hecho La Habitación Enorme es una descripción, casi una hagiografía, de una serie de personajes marginales en su dimensión más esencial, vistos desde una proximidad existencial absoluta. Jean le Négre, Zulú, Sobrepelliz (el del “país de las armónicas”), el Vagabundo y los demás constituían, como decíamos, el mundo entero de la existencia carcelaria de nuestro autor. Pero en absoluto las ciudades: ninguna ciudad aparece siquiera como buen recuerdo de los mejores sueños. Nadie hace nunca ningún comentario sobre lo hermoso o lo agradable que era o podría ser cualquier lugar. Nada. No hay nada. Sólo estaba “el inmundo paisaje negro que se divisa desde nuestras ventanas”.
¿Hasta qué punto incomoda esa vida miserable? Hasta ninguno. Simplemente es irrelevante. Cuando la situación supera cierto umbral de inhumanidad, el mundo es otro, casi incomprensible para nosotros ahora. “En La Ferté Macé, rodeado de Las Montañas Deleitosas, fui más feliz de lo que pueden pretender expresar las palabras más entusiastas”. Porque “abandonar La Misère [como denominaba a la cárcel] con el conocimiento, y peor aún, el sentimiento de que algunas de las mejores personas del mundo están condenadas a permanecer presas de ella durante no se sabe cuánto tiempo (…), no puede considerarse, ni aún forzando al máximo la imaginación, como un Final Feliz de una gran aventura personal”. En esas situaciones límite el urbanismo parece superfluo: qué pensamiento tan trivial, pero tan cierto. ¿Podríamos decir entonces que esta disciplina, el urbanismo, no es sino un juego de la gente más o menos ociosa, que puede derramar su mirada sobre el paisaje de las cosas urbanas, una vez abandonado el territorio montañoso de las personas? En efecto, quizá ésa fuese una buena definición para la Habitación Enorme.
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