Detalles del post: Chavales de Tiburtino y Pietralata

10.04.09


Chavales de Tiburtino y Pietralata
Permalink por Saravia @ 14:43:13 en Años 50, Urbanismo con nombres -> Bitácora: Plaza

Riccetto y sus colegas a principios de los años 50, según Pasolini

Tramonto sulla Tiburtina (imagen de Air Force One, cargada en flickr.com el 4 de mayo de 2008).

Aunque allí (más o menos) vivían los principales protagonistas, los demás chavales del relato de Pasolini (Chavales del arroyo, Madrid, Nórdica, 2008; original italiano de 1955) procedían de otros barrios de Roma. De Ferrobedó, los Grattacieli y otras barriadas. En el libro aparecen más de 50 personajes que a finales de los años 40 y primeros 50 contaban con 14-18 años. Riccetto, Cacciotta, Begalone, Lenzetta, Alduccio, Mariuccio, Genesio, Borgo Antico, Marcello y muchos otros (casi todos chicos) viven su vida en los arrabales de una ciudad que podríamos calificar, al menos (como a casi todas casi siempre), de confusa. Recorramos con ellos ese territorio.

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Sensaciones. El ecosistema que nos describe Pasolini es, antes que nada, un conjunto de sensaciones. Un estrépito ensordecedor, donde “los claxon y los motores retumbaban por curvas y por cuestas, llenando los arrabales”, los gramófonos y los altavoces amplificaban los sonidos en las ferias y los chavales, aquí y allá, “gritaban y metían bulla, desordenadamente como un jabardillo de moscas en una mesa sucia”. Pero también un silencio “cargado como una mina”. Un silencio cegador que “descendía del mediodía”. Un aire, un tacto. Un “aire tenso como la piel de un tambor”. Un asfalto que por todas partes se derretía al sol. A veces un viento que soplaba “libre como sopló en el origen del mundo”. Pero en ocasiones se notaba “la tibieza del vientecillo en que había como una somnolencia de abril”. Un olor también cambiante. Pestilente en los pozos ciegos, en “el agua pringosa, como meaos”, en los regueros cenagosos de los desagües. En los espigones de la Isola Tiberina, que “al calor del sol apestaban como urinarios”. Mugre en los huertos y en las riberas “apelmazadas entre matorrales carbonizados”. Mierda por todas partes.

Una luz violeta, “suspendida límpida en los espacios libres de las calles, entre edificio y edificio”. Una luz en la que “ardían los pilones llenos de faros, los reflectores de la central eléctrica, y por detrás, ya lejos, Tiburtino, con los caserones nuevos en fila contra el cielo negro. Al fondo, en la intensa aureola, brillaban las luces de las otras barriadas, hasta Centocelle, la Borgata Gordiani, Tor de´Schiavi, el Quatricciolo”. Otras veces flotaba “un reflejo de la luz del bar, abierto todavía, (que) arañaba la costra de asfalto de la Tiburtina”. Pero sobre todo estaba la luna. Una luna “que daba sobre los prados una luz infinita”. Una luz de la luna que aparece en el relato una y otra vez (preciosa la página 185). También el frío. Pero sobre todo un calor mucho más intenso que a pleno campo. “Un calor que no era siroco y que no era calina, era sólo calor. Era como una mano de pintura que se le hubiera dado al viento, a las fachadas amarillentas de la barriada, a los descampados, a los carros, a los autobuses apiñados de gente en las portezuelas”. Una tibieza, un calor animal. Algunos perros, una golondrina. Y una imagen desoladora.

Paisajes. Obras a medio hacer o a medio derrumbarse. En la avenida Quattro Venti “un tropel de basuras, casas sin acabar y ya en ruinas, grandes desmontes fangosos, terraplenes llenos de porquería”. Cerca de las tapias del cementerio de Verano y hacia las casuchas de la Vía Tiburtina, se veían “torres de reciente construcción, entre escombros, rodeadas de solares, en medio de almacenes de chatarra o de madera”. Los nuevos borghettos eran “un montón de casas pequeñas como cubiletes, o como gallineros, blancas como las de los árabes, negras como zahúrdas”. Y por doquier se levantaban “andamios, edificios en construcción; y grandes descampados, montones de escombros, terrenos edificables”. Por aquí y por allá “cuestas con una costra de dos cuartas de polvo, y entre canteras y cuevas, cejas, pradejones requemados, ramblizos”. El protagonismo de los baldíos. Terraplenes infectos. “Prados llenos de mierda”, ruinas de caserones, “rabales de tugurios”, caminos “que parecían hechos aposta para las cabras”. Los pinos verdes (“las copas de los pinos verdes como mesas de billar, entre las piedras desgajadas de las ruinas”).

Los Grattacieli, “grandes como cadenas montañosas, con cientos de ventanas, en hilera, en círculo, en diagonal, a la calle, al patio, a la escalera, al norte, al sur, con el sol de plano, en sombra, cerradas o de par en par, vacías o flameantes de ropa tendida, silenciosas o llenas de bulla de mujeres y lloriqueo de chiquillos. Alrededor se extendían aún prados abandonados llenos de mogotes y montículos, atiborrados de criaturas que jugaban con los mandilones sucios de mocos o medio desnudos”. En Monteverde Nuevo “había demasiada limpieza, demasiado orden, al Riccetto no le cabía en la cabeza”. En Tiburtino las calles eran “siempre iguales”, y entre los bloques “alguna brizna de hierba en el piso de tierra”. En La Elina dominaban “las sombras inmensas” de dos o tres torres en construcción y una ya construida, pero “aún sin calle ni patios delante, abandonada entre hierbajos y cochambre. Aquel bulto enorme con todas las ventanas iluminadas se levantaba solo en medio del cielo, donde alguna estrella chispeaba tristemente. La Elina se cobijaba tras él, cerca de las vallas y los matorrales que circundaban los terrenos parcelados, reducidos aún a enormes vertederos, con alguna chabola alrededor, o en medio, y algún montón de guijo”. (Una descripción sintética de la vida en Roma y sus barrios, en las páginas 261-264).

Pobreza y suciedad. Muchísima pobreza y suciedad. Derrumbes. Peligro. Bares, como el del Trapetto Verde. Cárceles (Porta Portese). Paradas de autobús (“punto de reunión de la tropa de mocosos y de las pandillas de machongos”). La curva del río. Miles de chabolas. La casa de Riccetto, de una sola habitación, “con cuatro camas en las esquinas de las paredes, que más eran mamparas que paredes”.

Actividades. Algunos muchachos dedicaban parte del tiempo a hacerse una casa (como la familia de Mariuccio). Pero la mayoría simplemente vivía. Sin más. Iban de aquí para allá. Enganchados al tranvía, en la barra de la bici de algún colega, en una moto robada. Casi siempre andando. Jugaban o se entretenían de cualquier forma. A las canicas, a la navaja, al balón. “Daban patadas a una pelota sin otra iluminación que la de la luna”. Jugaban a las cartas en el hueco de la escalera. Hacían saltar piedras en el agua. Se bañaban (en el río, en las charcas, en el mar). Iban al cine. Charlaban. Cantaban (el hijo de la señora Anita también tocaba la guitarra). Se daban un paseo “hacia Pietralata o a uno de los cines de allí cerca, en camiseta, o con la camisa por fuera”. Cogían una barca. Hacían fuego. Jugaban en el columpio. En el trampolín. Descansaban, dormitaban. Sentados al sol en un prado. O en un bordillo, esperando a que “se les pasara el sofocón”. Miraban desde el puente “a los tiberinos que tomaban el sol sobre la plataforma”. Tomaban la fresca. Dormían en cualquier sitio: en los bancos del parque, en un rellano, en unos grandes bidones abandonados, donde el Lenzetta había dispuesto algo de paja; o “debajo del toldo de un melonero, allí mismo, encima de las sandías”.

Comían, bebían, meaban y defecaban (en cualquier sitio). Fumaban (colillas). Cuando podían pagar, también follaban. Riccetto llegó a tener una pequeña novia (una de las hijas de Antonio). Pescaban a volantín. Comían sin orden, sin regularidad. A veces pasaban días enteros sin probar bocado. Conseguían dinero. Rebuscaban en las basuras. O se agenciaban un trabajo regular (de peón, o con un trapero). Pero eran especialistas en aliviar la cartera (“en los tranvías aliviándole la cartera a algún que otro pavo”). Y la bolsa a los ciegos. Preparaban engaños y timos. Robaban de noche en algunos almacenes de material. Muchas veces tenían que huir. Y circunstancialmente pasaban temporadas en la cárcel (Riccetto llegó a estar tres años seguidos). Enfermaban (a Begalone le daban un año de vida). Con frecuencia morían. Unos en accidente de coche, en una noche loca (los amigos de Álvaro; él no murió, pero perdió un brazo y quedó ciego). Otros como consecuencia de un derrumbe (Marcello). Alguno más, por los disparos de la policía (Amerigo). Y otros ahogados en el río, en un acto de chulería (Genesio).

Ecosistema. Porque la actitud chulesca era su sello. Eran perdonavidas que nunca renunciaban “a las tentaciones y menesteres propios de un chulo redomao”. Sin rastro alguno de piedad por nadie: “En Pietralata, por su propia formación, no había nadie que sintiera piedad por los vivos; a ver qué carajo iban a sentir por los muertos”. Se jugaban la vida (desobedecían el alto de la policía con este pensamiento: “No me irás a matar, supongo”). Y gozaban de una enorme sensación de vitalidad. Querían “provocar al mundo en general, a toda la especie humana que no sabían pasárselo bien como ellos”. A veces se tendían “panza arriba, cantando, llenos de gratitud hacia la vida, en la hierba reseca del ribazo, a esperar a que se hiciera un poco más tarde”. Por supuesto, ni rastro de lucha social. Sólo una vaga impresión de injusticia: “¿Pero cuándo coño se les acabará el chollo, cuándo cambiarán las tornas de una puta vez?” (Hay que decir que el enfado provenía de ver a un tío en un deportivo “con el peazo tía que lleva”).

Los baldíos (tan queridos por Pasolini) eran su ecosistema. Allí, finalmente, nadie les dijo lo que nos cantó, años más tarde, Paolo Conte (Via con me): “Vamos, vamos; sal de aquí; nada te ata a estos lugares; ni siquiera esas flores azules”.

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