Artículo publicado el 1 de diciembre de 2009 en El Norte de Castilla
La implantación del coche eléctrico parece que esta vez va en serio. Varias empresas están desarrollando modelos y prototipos (eléctricos puros o híbridos): PSA Peugeot-Citroën (el BB1), Nissan-Renault (el pequeño Twizy, el Zoe y alguno más), Mitsubishi (el i-Miev), Opel (Ampera), Toyota (Prius), etc. Algunos gobiernos nacionales (Israel, Japón, Reino Unido, Alemania, Suecia, Dinamarca o España, entre otros) lo apoyan sin reservas. También muchas ciudades quieren impulsarlo (Valladolid y Palencia, sin ir más lejos), y prevén la instalación de puntos de recarga de baterías, o los eximen del pago del peaje para entrar en el centro (como en el caso de Londres). Y tampoco es desdeñable el apoyo de la Comisión Europea. Para la mayor parte de la prensa (que los llama “automóviles limpios”, y cosas semejantes) todo son ventajas. Y existen programas, más o menos creíbles, que fijan techos y cantidades. Por quedarnos con algunas cifras, se habla de que en 2020 podrían ser eléctricos el 8% de los vehículos que circulen por el mundo; y el ministro Sebastián prevé que unos años antes, en 2014, haya más de un millón de estos coches en las calles y carreteras españolas.
Las ventajas son de varios tipos. Para el usuario estos vehículos suponen un claro ahorro en el coste de la energía: ahora el combustible necesario para recorrer 100 km cuesta en torno a 6 euros de media, y con el coche eléctrico estaremos entre 1 y 1,5 euros. Para las ciudades y el planeta entero se valora la reducción de la contaminación que implicará su generalización, tanto acústica (son muy silenciosos) como de emisión de gases y partículas a la atmósfera; así como la posible utilización de energías renovables, con gran eficiencia, frente al actual consumo (ineficiente, además) de combustibles fósiles. Es cierto que sobre este último punto hay quien hace las cuentas considerando también el coste energético de los procesos de fabricación de los coches, con lo que los resultados son bastante menos espectaculares. Pero en cualquier caso se trata de mejoras innegables e importantes. Y todos confían en que las actuales limitaciones del coche eléctrico, relativas a la velocidad, autonomía o tiempo de recarga, se superarán pronto y las prestaciones serán equivalentes en uno y otro caso. E igualmente se confía en que bajarán los precios (todavía son caros). Y hay otra ventaja más que también debe citarse: el coche eléctrico se presenta como un negocio con amplio potencial de mercado, que puede crear o consolidar puestos de trabajo.
¿Se acabaron entonces los problemas del tráfico rodado con la llegada de este nuevo coche? Lamentablemente, no. Las cargas derivadas de un modelo de movilidad como el actual, basado en la preeminencia de los automóviles privados, no se reducen a la contaminación o al coste del combustible. Con ser muy significativas estas cuestiones (nadie lo duda), son sólo una parte de los costes sociales generados con tal modelo. Los problemas del consumo desmesurado y creciente de suelo para infraestructuras de transporte, la ruptura de ecosistemas, la accidentalidad, la movilidad inducida o forzada, los llamados “costes ocultos”, su carácter antisocial y discriminatorio, la infravaloración de las distancias cortas y la ocupación masiva del espacio de la calle, entre otras cuestiones y externalidades, derivan de la velocidad de diseño, volumen de tráfico y preeminencia de los automóviles privados frente a otros modos de moverse menos discriminatorios y más sostenibles (andar, bicicleta, transporte público): unas cuestiones que no se corrigen, en nada, con la introducción del coche eléctrico. Alguno de estos factores podría, incluso, llegar a agravarse con los nuevos vehículos. El volumen total del parque de automóviles, por ejemplo, podría aumentar. Pues hay quien prevé que muchos hogares mantendrán su vehículo de combustión interna para largas distancias y adquirirán otro (u otros) eléctrico para las zonas urbanas. Las perspectivas globales no son tan halagüeñas como se quiere hacer ver.
Dicho de otra forma: los coches son coches, y los problemas que se derivan de que haya tanto coche o de la velocidad que alcanzan (o pretenden alcanzar) no se superan cambiando la energía que los mueve. Por tanto, favorecer la implantación del coche eléctrico es muy razonable, por todas las ventajas que conlleva. Pero sólo tendrá amplio sentido social si esta política va acompañada de otras, aplicadas con decisión y dirigidas a reducir el volumen del tráfico y su velocidad general en el territorio, invertir las prioridades entre los distintos modos, y programar la reducción a medio plazo de la dependencia laboral del sector automovilístico. Pero lo que vemos es exactamente lo contrario. En nuestra región, sin ir más lejos, comprobamos cómo se incentiva, de forma insensata e insostenible, la proliferación de aparcamientos (ahí está el proyecto de Norma Técnica sobre Equipamiento Comercial). En Valladolid acabamos de leer que en el último año se ha perdido el bonito número de 766.667 pasajeros transportados en transporte público, contradiciendo las declaraciones oficiales y mostrando la realidad de un sistema en el que no se cree. Y finalmente, la ironía: tal como estamos organizando el territorio, sólo podemos acceder en coche a las empresas que van a construir el eléctrico. Invito a intentar recorrer a pie los escasos mil metros (equivalentes a diez minutos andando) que separan la factoría Renault del núcleo de Villamuriel de Cerrato, donde reside buena parte de sus trabajadores: si algún lector lo consigue sin hacer uso de técnicas de supervivencia en alta montaña, le invito a un cocido.
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