Top 10 de la economía urbana, 2: la aglomeración.
Demos la vuelta al antiguo dicho alemán sobre la libertad que nos entregan las ciudades (Stadtluft macht frei), de validez literal en la época medieval, pero metafórica después. Si “el aire de la ciudad nos hace libres” es legítimo suponer también que “el aire del campo nos encadena”. Desde luego el campo y la ciudad son espacios característicos, pero también estados de ánimo (no sólo forma, no sólo posición). Y su definición es dinámica. Vemos aflorar el campo en el interior de las ciudades lo mismo que se observan brotes verdes de ciudad en ámbitos rurales insospechados. Sí: el campo de los economistas acabará siendo la cárcel.
Las ciudades son aglomeraciones. No hay más que verlas. En determinados espacios concentrados la población se ha ido aglutinando, estableciendo sus viviendas y desarrollando ciertos tipos de actividades. Decenas y cientos de miles de habitantes se han ido organizando en cada uno de esos ámbitos continuos para ejercer múltiples funciones, entre las que se encuentran las relacionadas con actividades de dirección de alto nivel, culturales, de dirección de industrias y terciario, de información; funciones de mando y de gobierno, de coordinación, militares, de mercado, de estímulo del progreso tecnológico, de control territorial y otras “funciones urbanas”. La gente se concentra en las ciudades por las economías de escala, de localización y urbanización que ofrecen a esas actividades. Por las ventajas de la proximidad. Pero lo hacen a costa del campo. A través de uno u otro mecanismo (generalmente por medio del propio mercado) se transfiere el excedente agrícola a la ciudad, pero con unos precios perjudiciales para los productores rurales. Lo expone sin paliativos Adam Smith, y Carlos Marx añade: “la mayor división del trabajo material e intelectual es la separación entre ciudad y campo”.
El párrafo anterior resume la explicación tradicional de la economía urbana del mecanismo campo-ciudad. Reconocida la aglomeración, vienen después las distintas metáforas que los economistas han puesto en marcha para explicar el funcionamiento urbano. La ciudad como espacio relacional (de relaciones productivas y distributivas), como sistema mecánico (accesibilidad, interacción gravitatoria), funcional, de flujos. Como organismo evolutivo, como ecosistema o como máquina informacional. Incluso sobre esa misma base se argumentan las ciudades como nodos de redes inter e intraurbanas: “Es el territorio en red que se forma ante nuestros ojos, radicalmente distinto del anterior en el sentido de que cada polo, ciudad o región, es un nodo de cruce y de conmutación de flujos múltiples, y se relaciona con el `sistema global´ ya no como una entidad bien definida en un juego de jerarquías, sino como un punto de condensación en una inmensa e indescifrable red” (P. Veltz, Mundialización, ciudades y territorios. La economía de archipiélago, Barcelona, Ariel, 1999).
Pero no es fácil mantener la dicotomía fundacional de la ciudad en sus propios términos. “El campo y la ciudad son realidades históricas variables, tanto en sí mismas como en las relaciones que mantienen entre sí” (Raymond Williams, El campo y la ciudad, Buenos Aires, Paidós, 2001). Y Cagmani sostiene que “gracias a la progresiva homogeneización de las remuneraciones en el territorio y gracias al desarrollo difuso de las telecomunicaciones, la misma capacidad de información y la misma capacidad para su utilización económica estarán disponibles en cualquier punto del territorio”. En los países avanzados, los potentes lobbies agrícolas “ya han compensado ampliamente el poder urbano”. Y concluye: “De todas formas, la contradicción no está destinada a desaparecer, sino sólo a desplazarse hacia otros niveles: a un nivel más elevado, en el cual la ciudad suministraría servicios destinados a necesidades de carácter superior (por ejemplo, necesidades estéticas o de conocimiento más que de simple información), o a un nivel más amplio, de conflicto y periferia a nivel internacional”.
En este punto convendría recordar dos trabajos recientes. Por un lado, la tesis doctoral de Patricia Kapstein (La periferia interior, Escuela de Arquitectura de Madrid, 2009), donde se describe la historia urbana de una serie de “áreas vulnerables” de las ciudades chilenas de Antofagasta y Arica, que han sido ámbitos marginales y de marginación, interiores al sistema urbano, desde su origen. Nunca han disfrutado de las ventajas urbanas que se enunciaron más arriba. Por otro lado, la publicación de Paul Collier donde recordaba que algunos países del “club de la miseria” no puede decirse que sean explotados por los países desarrollados, sino simplemente ignorados. De manera que entender la región o el planeta dividido en dos únicos sectores, uno explotador y otro explotado, puede ser una simplificación excesiva, por mucho que resulte operativo para algunas modelizaciones de la economía urbana. “Nuestra experiencia social real no se limita únicamente al campo y la ciudad, en sus formas más singulares, sino que existen muchos tipos de organizaciones intermedias y nuevos tipos de formaciones sociales y físicas” (R. Williams).
La imposibilidad de determinar el tamaño óptimo de la aglomeración urbana es sintomática de la debilidad actual de aquella explicación económica tradicional del juego entre ciudad y campo. Sabemos que a partir de cierto tamaño hay deseconomías y que, superado algún límite crítico la ciudad entra en rendimientos decrecientes. Pero nos es prácticamente imposible dibujar las curvas que representan costes y beneficios. Sabemos que hay una amplia variedad de “dimensiones críticas” de la ciudad, pero también que los papeles desempeñados por cada ciudad son diferentes y, en consecuencia, su tamaño óptimo también debería variar en función de ellos. Y tenemos que reconocer que el tamaño adecuado de una ciudad no puede determinarse si no se tiene información suficiente del sistema metropolitano o regional en que se encuentra inserto. O dicho de otra forma: nos es imposible determinar, sólo desde consideraciones económicas, ningún tamaño óptimo de una aglomeración urbana. Algo falla.
En su origen la ciudad explotó al campo. Pero no es impensable que en un futuro (más o menos lejano) no actúe ninguna dicotomía espacial general del tipo campo-ciudad o centro-periferia, sino que las relaciones de subordinación se establezcan en el interior de la cosmópolis global conforme a otras formas de explotación del espacio. Y visto así, habría que entender como herederos del campo, de la noción económica del campo, aquellos espacios que no sólo no liberan, sino que contribuyen al sometimiento. Y que se encuentran en cualquier lugar, dentro o fuera de la ciudad, en el interior o en el exterior de la aglomeración urbana. Veamos qué nos dice el poeta antillano Édouard Glissant, en su Poétique de la relation (París, Gallimard, 1990; citado por Veltz): “Las ciudades son los lugares donde se concentra la velocidad y donde se encuentra la respuesta. En todas partes están en acción los mismos mecanismos: la violencia de la miseria y de la suciedad, pero también la rabia inconsciente y desesperada de no comprender el caos del mundo. Los que dominan se benefician del caos, y los oprimidos se exasperan por ello”. En todas partes.
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