El limo, los tropismos
Lo primero, descubrir su existencia (oculta, silenciosa, inconmovible). Después, traer a la conciencia y poner de manifiesto algunos que se consigue detectar en momentos de especial visibilidad, o que se escapan de los intersticios. Nos referimos a esos tropismos que anuncia Nathalie Sarraute desde 1939 (Tropismos, Barcelona, Tusquets, 1986; traducción de Clara Janés), y que pensamos pueden ayudar también a comprender la ciudad. O mejor, a desvelar algunos de sus signos.
Tropismos
Actúan desde el fondo. Son movimientos subterráneos, entre lo invisible y nosotros, que trastornan las conciencias y las empujan hacia determinadas “derivas silenciosas” (Vila-Matas). Minúsculos cambios internos, movimientos indefinibles “que resbalan muy rápidamente hasta los límites de la conciencia (y) están en la base de nuestros gestos, de nuestras palabras, de sentimientos que manifestamos y creemos sentir” (Sarraute). Forman una “materia anónima como la sangre”, un limo originario que se acomoda en el fondo de las aguas o alguna otra papilla que hierve en el subsuelo. No es posible dar cuenta de ellos sólo con las palabras. Pues se corresponden a “la subconversación” (Sartre), a un lenguaje “de antes del diluvio”. Encierran, precisamente, “lo que no se puede explicar”; designan “el movimiento ondulatorio de la conciencia” (Ortega) que sólo se sugiere mediante recuerdos, asociaciones, ecos. Quizá también con ayuda de la música. O de la forma. “Klee decía que el arte consiste en mostrar no lo visible, sino lo invisible. Lo esencial para hacer visible lo invisible es la forma. Sin forma no hay nada” (Sarraute). Si bien tampoco cabría esperar demasiado de la forma: “lo más importante de la literatura son los puntos suspensivos. Porque encierran lo que no puedes explicar” (Reza).
Cuatro instantes del libro de Sarraute
Raptados de este y aquel capítulo del libro citado, fragmentarios, en desorden.
1. Desgarraduras. “Allá por los días de julio muy calurosos, el muro de enfrente arrojaba en el pequeño patio húmedo una luz brillante y dura. Había un gran vacío bajo ese calor, un silencio; todo parecía en suspenso; se oía solamente, agresivo, estridente, el chirrido de una silla arrastrada sobre las baldosas, el chasquido de una puerta. Había en ese calor, en ese silencio, un frío súbito, una desgarradura”.
2. Concederse algo de movimiento. “Se daría por cierto (…), cuando uno se ponía detrás de la ventana del comedor y miraba las fachadas de las casas, las tiendas, las viejas y los niños que iban por la calle (…), que la suprema comprensión, que la verdadera inteligencia era eso, no emprender nada, moverse lo menos posible, no hacer nada, moverse lo menos posible, no hacer nada. Todo lo más se podía, procurando no despertar a nadie, sin mirarla, bajar la escalera oscura y muerta, y avanzar modestamente a lo largo de las aceras, a lo largo de las paredes, sólo para respirar un poco, para concederse un poco de movimiento”.
3. Crujidos. “Ahora eran viejos, estaban completamente gastados, `como viejos muebles que han servido mucho, que han cumplido su tiempo y su cometido´, y lanzaban a veces (era su coquetería) una especie de suspiro seco, lleno de resignación, de alivio, que parecía un crujido (…). Las suaves tardes de primavera iban a tomarse un café. “La sala tenía un brillo sucio y frío, los camareros se movían excesivamente deprisa, con aspecto un poco brutal, indiferente, los espejos reflejaban con dureza rostros ajados y ojos que parpadeaban. Pero no pedían nada más, era eso, lo sabían, no había que esperar nada, pedir nada. Así era, no había nada más, era eso, `la vida”.
4. La vida secreta de los ladrillos rojos. “Únicamente de vez en cuando, cuando estaba demasiado cansado, siguiendo su consejo, se permitía salir solo a hacer un viaje. Y allá, cuando se paseaba al caer el día, por las callejuelas recogidas bajo la nieve, llenas de suave indulgencia, rozaba con las manos los ladrillos rojos y blancos de las casas y, pegándose a la pared, al sesgo, temiendo ser indiscreto, miraba a través de un cristal claro una habitación del entresuelo donde habían colocado delante de la ventana macetas con plantas verdes en platillos de porcelana, y desde donde, calientes, llenos, cargados de una misteriosa densidad, había objetos que le lanzaban una parcela –también a él, aunque fuera desconocido y extranjero- de su resplandor”. Objetos que consentían en convertirse para él “en un pequeño pedazo de su infancia”.
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