A la zaga de Arias Maldonado
El artículo que Manuel Arias Maldonado escribe en el último número de la Revista de Occidente (nº 351, julio-agosto 2010), sobre las celebraciones deportivas, es literalmente impresionante. Tan sencillo y breve como doloroso. Pensamos, sin embargo, que puede ser útil (el paciente lector ya sabe que intentamos aprovechar todo). Téngase en cuenta, además, que lo estamos redactando bajo la presión de las vuvuzelas, en los minutos previos al partido crucial entre Alemania y España (qué nervios).
Nuestro autor se centra en el fútbol, pero su reflexión, con ciertos arreglos, vale también para las demás instituciones culturales. Nos dice Arias Maldonado que siempre, invariablemente, entre el éxito de una empresa ¿cultural? y su celebración hay un punto ciego, un vacío, un vértigo, que resulta extremadamente revelador: no sabemos vivir el presente. Nos vale para el fútbol, pero también para la entrada en la Unión Europea, la inauguración de una autovía, el éxito de una ópera o la lectura de una tesis doctoral. Cumplido el objetivo, hay que celebrarlo. Al principio, en el avance hasta el éxito total de la empresa, las cosas están regladas. Sabemos lo que hay que hacer. En ese tiempo decimos que “hemos hecho los deberes” y tontunas por el estilo. Pero después del éxito (porque, seguramente no lo hemos dicho, estamos hablando de triunfos: para los fracasos el argumento es bastante parecido, aunque con algún matiz poco importante), después del éxito, decíamos, que suele estar bien cebado de expectativas, viene la celebración.
Y al celebrarlo se cumplen ciertos ritos. Primero, la explosión: llorar y esas cosas, la descarga emocional de la tensión acumulada. Pero luego, tras ese vértigo que decíamos del horror vacui (“todo está consumado”: ¿y?), llega una celebración que, se tome como se tome, suele tener un aire invariablemente chusco, algo chusco: cláxones a tope, baños en las fuentes que se dejan, banderas al viento y gin-tonics a tutiplén. Abrazos, sonrisas y lágrimas. (Si hemos leído una tesis: lisonjas, aplausos y comidas; no suele haber baños en las fuentes públicas... por ahora). Nada de lo que se hace tiene “ninguna conexión lógica” con la competición que lo ha provocado. Pero ¿qué más da?: “Madrid es una fiesta. Han sido muchos años de espera”. Vale. Luego será lo de llevar la copa ante el alcalde y la virgen (¿a qué viene eso, por cierto?). Y siempre se trata de girar sobre nosotros mismos, en una “autocontemplación comunitaria sin contenido específico”. Pero, hagamos lo que hagamos, no hay manera de desprendernos del aroma de artificiosidad que lo invade todo: tras el triunfo “se abre una brecha insalvable: una distancia ontológica que priva de sentido a la prolongación artificial de la celebración”.
Y ahora llega lo bueno del artículo citado. “Hay una inercia en el hombre que parece impedirle terminar una actividad, o lograr un propósito, y pasar a otra cosa sin mayor transición, como sería lo natural, porque la vida es un hacer, un ir haciendo, no un recrearse en lo que se ha hecho”. Lo encontramos, como decíamos, en todos los ámbitos. Por ejemplo, en el crecimiento exponencial de los premios de todo tipo y a todas horas, que refleja lo mismo: recrearse en lo hecho. Da la impresión (con el fútbol, con las óperas, con las inauguraciones, con los premios) que se trata de un pacto que hemos firmado todos “a fin de entretenernos -¡o de desarrollar una identidad!- porque no tenemos otra cosa que hacer o no sabemos hacer otra cosa”. Por eso, una vez acabado el partido (o la tesis, o la autovía), los jugadores son “inmediatamente interrogados sobre el año siguiente” para que nos hablen “inmediatamente de las victorias por venir”. ¿No es todo un poco melancólico?
Ahí le duele. Vivimos el presente “con incomodidad”. Parece que con las celebraciones festejamos el presente. Pero es justo lo contrario. Nos inclinamos de forma desmesurada “hacia la evocación del pasado y la fabulación del futuro”. Ahí le duele. Vemos el presente como algo imperfecto, contaminado “por nuestras frustraciones o nuestras prisas”. Y a cambio, “el pasado y el futuro, si los maquillamos debidamente, se nos ofrecen como espacios puros, libres de interferencias, justamente por tratarse no de realidades sino de representaciones imaginarias”. Qué feliz ve el futuro el estudiante a punto de acabar el último examen: falso (o a lo mejor cierto, qué más da). Qué feliz ve el pasado el que está a punto de divorciarse: falso, o cierto, qué más da (los ejemplos son del mismo Arias Maldonado). Efectivamente, tenemos un problema: no sabemos cómo valorar el presente en lo que es. Tampoco el presente de la ciudad. (Y nos vamos corriendo a ver el partido).
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