Aquella Junta de Arquitectura Escolar
Definitivamente, nuestros abuelos eran distintos a nosotros. Quizá estemos equivocados, pero resulta difícil pensar que hoy podría redactarse un texto como la “Instrucción técnico-higiénica relativa a la construcción de Escuelas” de 1905. No sólo por el contenido, obviamente. Sino por el tono. Era entonces Ministro de Instrucción pública y Bellas Artes Carlos María Cortezo, y la exquisita instrucción, que tenía por objeto “condensar las opiniones más autorizadas y admitidas entre pedagogos é higienistas respecto á los múltiples puntos relacionados con la Escuela primaria, y especialmente en lo que afectan á la construcción de nuevos edificios escolares”, acompañaba a un Real Decreto que dirigía la competencia de construcción y mantenimiento de las escuelas públicas a los ayuntamientos. Como decíamos, el tono, la forma de argumentar y el contenido mismo de sus recomendaciones resulta hoy, por su rareza, singularmente atractivo.
No lo vamos a resumir, pero sí hacer algunas breves anotaciones de lectura. En el punto de partida ya se advertía cómo estaban las cosas: “La promiscuidad de alumnos de todas las edades y aun de sexos distintos en un solo local, falto de todo atractivo y sin ninguna condición higiénica, constituye hoy el régimen usual”. Estaba todo por construir. Para situar los nuevos edificios se reclamaba cierto aislamiento. “Las Escuelas deben situarse en sitio alto, seco, bien soleado, de fácil acceso y aislado de otras edificaciones; a ser posible estarán próximas a jardines, plazas o anchas vías de poco tránsito (…). El mejor emplazamiento será en pleno campo, aunque resulte algo alejado del centro de la población, pues este inconveniente se compensa con la indudable ventaja del ejercicio físico a que obliga a los niños y con la pureza del aire que han de respirar”.
Por supuesto, se reclama una adecuada orientación (que será una u otra dependiendo del “clima de cada localidad”), y suficiente parcela (“a la superficie del terreno que sea necesario para el edificio se añadirá una extensión de tres o cuatro metros cuadrados por alumno de jardín o patio”), que deberá garantizar esa separación que comentábamos antes: “Cuando la Escuela no pueda establecerse en las afueras de la población, deberá quedar siempre alrededor del edificio una zona continua de diez metros de anchura”. Curiosamente, se preferían escuelas no muy grandes: “Como medida general, y por razones de pedagogía e higiene, no deben construirse grandes grupos escolares”.
El edificio escolar debía contener una variada serie de locales: un vestíbulo (“con el número de asientos necesarios para la comodidad de las personas que acudan a recoger a los escolares”), un cuarto de guardarropa, los “necesarios salones de clase”, el despacho del Maestro (así, en masculino y con mayúscula), un “patio cubierto para el recreo, cuando el tiempo no consienta que los juegos se celebren al aire libre”, un “campo enarenado y con plantación de árboles, donde puedan recrearse los niños durante las horas de menos frío o calor”, al que se accedería “por medio de rampas suaves”, con una fuente de agua potable, los correspondientes retretes y urinarios, los lavabos, con “paños o toallas, siempre blancos, (que) se renovarán diariamente”, la “biblioteca popular” y el “museo escolar” (estos dos últimos podían integrarse en uno solo), y cuando fuera posible, un “salón para exámenes, reparto de premios, conferencias, etc.”, y “un taller para trabajos manuales". Por último, “conviene tener dispuesta una habitación con dos o tres camas para reposo de los niños que se encuentren indispuestos, y una pequeña cocina para calentar los alimentos de los alumnos que permanezcan en la Escuela, según el régimen de ésta”. ¿No es un programa que expresa un innegable afecto por la labor educativa?
Por supuesto, hay numerosas recomendaciones sobre construcción (“los materiales metálicos son muy recomendables”, “la disposición en terraza no se admitirá en ningún caso”, etc.), ventilación, iluminación (“el principio axiomático de que `una clase no recibe jamás bastante luz´, se tendrá muy presente”) y calefacción (en este último apartado las exigencias son mínimas y la confianza en el “calor humano” exagerada: en general, y cuando la clase esté llena y las puertas “estén cerradas, el calor producido por la respiración de los alumnos bastará a compensar el enfriamiento que se opere por las paredes y ventanas”; no obstante, “en algunos días y algunas regiones se impondrá la necesidad de templar la atmósfera de las clases”). Las reglas sobre el “mueblaje escolar” son minuciosísimas (por ejemplo: los tableros tendrán “una inclinación hacia el lado del alumno de 17 a 20 grados”).
Pero lo que más nos ha llamado la atención ha sido una de las recomendaciones del capítulo “VI. Clases”. Tras describir cómo han de ser estos locales (de forma “preferentemente rectangular”), cómo se cubican (por cierto: altura mínima, 4 m.), dónde se colocan las ventanas, qué tono han de tener las cortinas, etc., leemos: “Como regla general debe procurarse que de cualquier punto de la habitación pueda el alumno, estando sentado, dirigir la vista a la correspondiente ventana lateral y contemplar el cielo”. ¿No es esto cordialidad con los alumnos? ¿No es entender, de alguna forma, la vida del aula; reconocer la necesidad, como si fuese la respiración misma, de desconectar y soñar?
En el poema de José Manuel de Lara, titulado “El colegio”, se valora esta virtud de las aulas de clase, y puede leerse: “Todas las amplias ventanas / tienen su trozo de cielo”. Celia Viñas insiste en ello, en su “Tabla de multiplicar”: “Dos por una es dos; / dos por dos, cuatro; / tras de la ventana / un cielo claro”. Gil de Biedma entendía ese vuelo como “la dulce libertad”. Y García Lorca lo subrayaba: “La ventana del colegio tiene una cortina de luceros”. No sabemos cuánto tiempo estuvieron vigentes estas recomendaciones de la Instrucción. Hemos visto un folleto de la Junta de Arquitectura Escolar presidida por el Rector de la Universidad de Barcelona, editado en esa ciudad en 1917 con el título de “Reglas a que debe someterse la construcción de edificios escolares sin subvención del Estado, según la R.O. de 30 de enero de 1917”. Allí está recogida la Instrucción de 1905 sin modificación alguna. Pero ignoramos cuándo fue el día en que la recomendación de ver el cielo desde el más escondido pupitre se marchó también definitivamente a las nubes.
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