Somos el aire.
En 1936 el presidente turco Mustafa Kemal Atatürk encargó al arquitecto urbanista Henri Prost el trazado del modelo territorial de la ciudad. Su imagen se concretó en 1939, presidida por un imponente parque que se extendía a lo largo de 30 hectáreas buscando el Bósforo desde una posición central y que entonces se denominó el Parque nº 2. Su construcción concluyó cuatro años después, gozando de una intensa acogida por parte de los ciudadanos.
Con el tiempo, la extensión del espacio verde fue disminuyendo paulatinamente en favor de grandes instalaciones hoteleras y ocupaciones de carácter terciario, hasta quedar reducida a menos de la mitad: la plaza de Taksim y el parque de Gezi. Pero Estambul, una de las aglomeraciones urbanas más importantes del entorno europeo, apenas dispone del 1,50% de superficie reservada a zonas verdes, lo que viene a representar un indicador miserable para el núcleo con el más intenso crecimiento demográfico del continente en la última década, y en estos momentos objetivo inmobiliario deseado por el sector privado mundial.
Por eso llegaron las máquinas.
Hace apenas un par de semanas, la justicia turca dictó sentencia determinando que el Parque de Gezi no podía levantarse para emplazar una gran superficie comercial., suspendiendo los trabajos en curso. Las retroexcavadoras iniciaron una tímida retirada, no sin antes arrancar algún árbol ante la desolación de los ciudadanos que en número de 50 intentaron impedir el desastre.
Resulta que el primer ministro Recep Tayyip Erdoğan, antiguo alcalde de Estambul, tiene la determinación de un iluminado cuya interesada beatería y saco de papeletas alientan su fe desarrollista empujando al pueblo contra los picos de la democracia en tanto se encara con esa insolente masa que invoca derechos: “Pueden hacer lo que quieran, la decisión está tomada”. O, más recientemente: “No más tolerancia”.
Así que conforme bate la marea policial con sus juguetes los 50 crecen sin cesar mientras palos, proyectiles y gases de colores los zurran indefensos a mansalva. Los ojos de las ventanas del vecindario se abren para repartir limones y cestos de comida, en tanto quienes aún respiran y ven socorren a los que se pierden entre el vapor letal que cubre plaza y jardines.
Los medios internacionales se entretienen con la historia, o más bien nosotros lo tomamos así, decididamente amortizados los efectos de la “primavera árabe”, los 15-M y toda esa clase de fenómenos que para los perspicaces actores de la política no son más que el germen de actitudes extremistas (por ejemplo, aquí, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y Ada Colau tras recibir el premio concedido por el Parlamento Europeo, órgano que por lo visto –según el eurodiputado Carlos Iturgáiz- se dedica ahora al enaltecimiento del terrorismo).
Otra vez erramos. La lucha de Taksim-Gezi no es solo la de un parque, ni la reacción contra una actitud por desgracia demasiado arraigada en nuestra clase política actual. En la movilización turca encontramos a un pueblo cuyos números grandes son la envidia de Occidente, y que sin embargo no solo no disfruta de ninguna clase de bienestar gracias a tamaña prosperidad, sino que además para ilusionarse con alcanzarla tiene que soportar las embestidas de un régimen formalmente democrático solo interesado en hacer sitio al dinero, no a las personas, bajo el epíteto de “renovación urbana”.
Hace dos años el cineasta Imre Azem rodó “Ekümenopolis. La Ciudad sin Límites” un filme documental sobre los efectos de las medidas políticas y económicas del vigente gobierno turco sobre Estambul. Apelando al concepto enunciado en 1967 por Doxiadis, el guión pone en cuestión las dinámicas de desarrollo y transformación a través de la opinión de expertos, agentes, usuarios y ciudadanos en general.
La película refleja como siguiendo el embate neoliberalizador en la última década Estambul se ha transformado de una ciudad industrial a un centro financiero y de servicios, compitiendo abiertamente con otros grandes enclaves urbanos como destino de inversión privada. Ello ha llevado a la supresión o relajamiento de los controles legales que antaño garantizaban los derechos de los ciudadanos. Con estas premisas el gobierno y gestión de la ciudad se ha orientado a favorecer la implantación de centros terciarios y de negocios orientados al consumo. Para ello se ha desalojado a la población trabajadora, para la que nada se ha planificado y para la que estos nuevos espacios no reportan nada. El uso del suelo se ha tomado como activo del capital, cediendo en toda prioridad o moderación de carácter público o colectivo.
La ciudad se consolida segregada (dos extremos sociales sin nada al medio). La inversión en gran infraestructura se pierde desaforada, cifrándose en miles de millones de euros, toda ella justificada en la propia obra, carente de otra utilidad que la de la mera transferencia de capital, mientras las necesidades básicas de la población quedan sin atender por no constar en el presupuesto.
Todo cambia con suma rapidez en esta ciudad de 15 millones de habitantes. El documental nos muestra que resulta materialmente imposible lograr una instantánea que haga las veces de estado actual con vistas a la elaboración de un proyecto coherente e integrador. Estambul tiene planeamiento urbanístico de escala metropolitana desde 1980. Entonces la ciudad tenía 3,50 millones de habitantes. En la memoria justificativa del documento se explicaba que el sustrato territorial de Estambul, y su potencial de recursos, solo podían soportar una población máxima de 5 millones de habitantes. Ahora que los 15 se han superado, la proyección a 15 años vista se estima en unos 23 millones, 5 veces la dimensión sostenible. El abastecimiento de agua se capta a más de 200 km (Bolu), lo que paulatinamente está desecando la Tracia. Estos ecosistemas y las áreas forestales al norte se están disipando vertiginosamente. El proyectado tercer puente sobre el Bósforo asolará los bosques y acuíferos restantes.
La ciudad se dirige inexorablemente a su destrucción. Eso es lo que temen quienes se manifiestan, hartos de golpes y guindilla, a falta de otra oportunidad para participar. Eso es lo que nos están diciendo a todos, especialmente a nosotros, aquí, que abatidos entre miedo y nostalgia, seguimos anhelando esos brotes verdes. Aunque no nos dejen ver, o andar, o respirar. Solo dinero. Eso que llamamos bonanza, bienestar.
Si seremos imbéciles.
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