Crestas, valles: muestreo de manos vacías.
El Producto Interior Bruto, la tasa de desempleo, los padrones, o la ocupación turística. Se trata de espectros que derivan entre lo inventado y lo descubierto: taxonomías, cálculos y códigos. A cada intento (o intención) son otros. Perduran con los restos del día, a menudo nos ajan el cuerpo. Pero no cuentan con ningún atributo que les confiera entidad propia, firmeza, o estabilidad. Representan el lenguaje técnico de la democracia. Engalanan nuestros deseos mientras justifican cada culpa y condena que requiere el alivio de la frustración propia. En ellos se cita el poder con los medios de comunicación, bajo el aplauso de nuestro sentido de pertenencia al mundo. Según el saco al que vayamos a parar somos una persona u otra, y al final ninguna. Son la gran mirada del mundo, los determinantes oficiales en la ley de errores de la vida, porque la vida será la magnitud resultante.
Empezaron en la Edad Media los realistas contra los nominalistas. Después los alemanes, franceses e ingleses se afanaron en construir censos que ayudaran a recaudar impuestos y a espiar el patio del vecino. Es lo que dieron en llamar el discurrir estadístico. Todo un artefacto para la notación social. Ya en el siglo XIX buscaban desesperadamente al “hombre medio”, trasunto en carne de lo que más tarde sería la Macroeconomía.
Para ello, Adolphe Quetelet se propuso determinar las relaciones entre teoría de las probabilidades y observación estadística. Consiguió asociar el comportamiento moral de un individuo a su condición física. Se dice que gracias a ello se pudo trazar mejor cuanto asolaba al común de los ciudadanos, con una mejora notable en la asistencia sanitaria (y, de paso, el saneamiento de poblaciones, no sin que los radicales de la eugenesia reprocharan lo que consideraban una intolerable perturbación de la selección natural). Alcanzada la distribución Normal, el promedio como dimensión se tradujo en la medida de lo humano, y también de su ideal.
A Quetelet siguió Sir Francis Galton, a quien debemos las Investigaciones estadísticas sobre la eficacia de las oraciones, para lo que calculó la edad media de fallecimiento de las personas distribuidas entre profesiones para medir la validez de las plegarias, tras lo que vino a concluir que éstas eran inútiles. En 1897 publicó en la revista Nature un trabajo sobre la longitud que debía tener una soga para que, durante el ahorcamiento, fracturase el cuello de un criminal sin decapitarlo. Estudió la duración de las penas de prisión exponiendo ciertos patrones subconscientes en las sentencias de los jueces. En el estudio de 10.000 sentencias descubrió preferencias por condenas de 2, 3, 9, 12, 15, 18 y 24 meses, no hallando condenas de 17 y pocas de 11 o 13. Delineó un mapa de belleza de Gran Bretaña basándose en el número de guapas y feas que veía por las calles de las ciudades. Trabajó en el índice de aburrimiento aplicado a los actos públicos según los gestos de impaciencia que observaba.
Lo oscuro en lo individual se hacía palmariamente obvio e irrebatible en lo colectivo y, sobre todo, predecible. Daba lo mismo cómo nos relacionamos entre nosotros, y nuestros absurdos anhelos de transformación. No en vano, el grupo que monopolizó la mayor parte de las exploraciones fueron los pobres. Por ejemplo, entre los años 1920 y 1930 la competencia en la asistencia social a los necesitados en los Estados Unidos se transfirió de los municipios al gobierno federal. El notable incremento de la distancia administrativa requirió muestrear la población, a fin de aproximar el alcance de las situaciones de pobreza y proceder a la implementación de las políticas pertinentes. Pero eso venía a delegar en el encuestador (su talento, sesgo, o ambos) la selección de los sujetos adecuados. Un procedimiento similar había terminado con la expulsión de todos los pobres de Londres, ya que los investigadores localizaron su prospección en la capital y, hallando tantos, concluyeron que ahí andaban todos. Ni qué decir tiene que con el tiempo se demostró que no había más pobres en Londres que en otras ciudades. Es muy posible, sin embargo, que gracias a tan indolentes observadores se anticipara el turismo de bajo coste.
Con el tiempo hemos terminado habitando un cosmos de números enormes, terribles, formidables: la paradójica divisa de lo que a la vez es real y convencional. El gran arcano al que absurdamente nos sometemos día a día, como quien aguarda la visita del viajero, no para que nos hable de gentes y tierras lejanas y misteriosas, sino para que nos diga qué somos.
Y por fin el último fenómeno pata-censual: la prima de riesgo, que por lo visto refleja el dinero necesario para que ciertos compradores dejen de lado sus temores y obvien la ventura que conlleva especular con la deuda de los países de "difícil" crecimiento. A la nación a la que se supone mayor inseguridad se le exige más interés, lo que se traslada al comportamiento de los bancos, de manera que incrementarán los intereses que les cobran a sus clientes por los créditos, habrá menos dinero para las familias y las empresas, menos empleo y un sector público entregado a la supervivencia, con su voluntad confiscada por la lucha contra el déficit, ajeno a sus ciudadanos, a los que en definitiva exigirá que se dejen el futuro para que la vida se convierta en una mera existencia con tal de que la soberana convención que llamamos dinero no se desmorone.
Sobre el nuevo paisaje se alzan las señales de la des-urbanización ética de nuestro territorio. Y, sin embargo, a causa de nada real. Son reales la tierra que se mueve, el viento que sopla impetuoso, el mar que nos sumerge en su sal, y el agua que se agota para siempre. Pero esto no, y a pesar de todo sucede que a las escuelas y sus maestros, a los centros de salud y la gente que nos cura, y a todas las sedes de la ciudadanía y nosotros con ellas, las arrasa una calamidad sin más sustancia que la anatomía de los caracteres que despuntan en las portadas de los periódicos.
Entonces resulta que a lo de todos se lo llevan las cosas del mercado. Y por lo tanto resulta que ya no se nos permite valernos por nosotros mismos.
Los griegos sostuvieron que la felicidad se encuentra en los números pequeños. Así entendieron la intimidad de lo curvilíneo: diminutos segmentos contiguos en su infinitud. Así entendieron el universo.
Donde unos encuentran una pregunta, otros dan con un signo. De vuelta a la fatalidad, quizás nos quepa la ilusión de hallar ese ojal por el que, a la salida del Infierno, contemplar de nuevo las estrellas.
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