Pulp.
En “Sir Gawain y el Caballero Verde” (poema del ciclo artúrico, s. XIV) el protagonista debe encarar las fuerzas del cosmos (el tangible y el interior), su impulso concupiscente y, en definitiva, el temor a la muerte, que será lo que terminará por derribar a su código caballeresco, arrojándolo a una sociedad que percibe Gawain con desasosiego. Aprenderá que es la Naturaleza la que tiene capacidad de regenerarse y trascender, y somos los humanos a quienes nos corresponde aceptar la fatalidad de nuestras pretenciosas y fútiles construcciones. Especialmente significativo resulta el lance con la seductora dama de Bertilak, que lo emplaza a elegir entre el galanteo o la lealtad a su señor, sin advertir que todo forma parte de una artera maquinación de Morgana. El desengaño es tan formidable que Gawain pierde toda referencia de su código, que siente ultrajado.
En “El simple arte de matar” (1944), Raymond Chandler entona una apasionada invocación: por estas calles mezquinas debe errar un hombre que nada tiene que ver con ellas.... El narrador discurre un ser íntegro, tan común como inusual, solitario, con un extraordinario sentido del honor, humilde, tan digno de admiración como de lástima. Su devenir se encuentra en la búsqueda de una verdad desplazada, un misterio con aventura que da sentido a su ser. Es un héroe, el caballero Philip Marlowe.
Chandler pretendía conferir dignidad al género policiaco, al que hallaba pasmado en ese vano recurso teatral por el que la solución al enigma era deliberadamente la menos probable. Creía que esta dignidad, su arte, tenía que encarnarse en la figura de un detective lo más alejado posible de personajes como Poirot o Lord Peter Wimsey. Porque existía más razón para matar que la de proporcionar un cadáver.
En cuanto a las calles mezquinas, la escena cinematográfica de Los Ángeles ofrecía los mundos necesarios y suficientes como para brizar el oscuro itinerario de Marlowe por el exclusivo diseminado y sus desarticuladas clases. La correspondencia entre ellas es nula, y sus fragmentos no tienen más canto de ensambladura que el propio detective, componedor de los respectivos seres y propósitos en una trama. Afuera, no importa cuán concurrida esté la calle, el conjunto de soledades nunca termina de fundirse en una experiencia común, a pesar de que semejante dispersión mantiene la marca del sistema, su lengua y su cultura. El discurso define la destrucción de todo hecho colectivo.
La distancia se impone igualmente entre los niveles de la Administración pública, a su vez segregados del ciudadano, de manera que en lo inmediato no existe Constitución, ni otro altísimo para el creyente que el carisma sombrío de una corrupta casta dirigente.
Buscando a Cesárea Tinajero (todas las ciudades).
Cancelado el ciclo progresista, retirado el Estado y sumida en la decadencia económica, la ciudad ya no se expande ni se homogeneiza, sino que se somete errabunda a sus propios restos, abandonando unos en favor de los que aún le permiten una ilusión de vida. Ahora es el sistema entero el que ha degenerado. La política es el vehículo, y el ciudadano lo es en función de su condición de consumidor...y político.
Las ciudades de “Los detectives salvajes” (Bolaño, 1998), los recorridos de Ulises Lima y Arturo Belano, son territorio de confusión y desarraigo: marginalidad trascendental. La urgencia de lugar se hace espacio en el derecho a la ciudad, el núcleo y su aparte, pretexto y articulación de fugas en un constante proceso de identificación, interferencia y reconocimiento. La centralidad es el tiempo, y en ésta todo se ha perdido y todo se recupera viejo. Los hechos son ilegibles, no existe tal cosa como la identidad. Se vive por donde se pasa, el metabolismo se cumple en el instante. Y es entonces cuando damos nuestro cuerpo, aportando ese cadáver en el que ningún lector suele estar especialmente interesado.
Lima y Belano constatan la consolidación de las ciudades de aparador, políticamente enfermas, promotoras y actuarias de seres desencantados: no hay población, sino multitud en la que inevitablemente nos perdemos, colmando enigmas con nuestra mancha imprecisa.
Vicio Propio (Pynchon, 2011).
Desvanecidos los contornos que definen “dentro”, “fuera”, “secreto” y “verdad”, el viejo motivo de la conspiración sustituye al misterio: recintos reservados para la violencia, invisibles como cualquier medio de producción, sin alma, sin presencia oficial. No hay privacidad, porque lo íntimo disimula lo promiscuo. Todo se relaciona con unas tramas de poder, que “alguien” urde, “alguien” dirige, “alguien” domina.
La conspiración tiene como principio rector la paranoia, un impetuoso estado en el que se alternan engaño y lucidez. Aquí la información que rodea la intriga es tan profusa, tan densa, tan oscuros los motivos, que no hay razón para averiguar nada: no hay nada que descubrir, mas que el espectro de acaso una intención. Termina siendo más importante la sospecha que los personajes.
Los objetos y protocolos de la conspiración se actualizan constantemente, se trastocan conforme vamos progresando de criminal en criminal a bordo de una regresión del mal que termina por condenar a todos en la novela. El héroe es por lo tanto residual, el testigo superviviente. Y de eso que llamamos ciudad no queda nada.
Y, sin embargo.
¿Qué sentido tiene todo esto, Watson? –Interpeló vehemente Holmes dejando a un lado el documento-. ¿Qué propósito persigue este círculo de miseria, violencia y miedo? Sin duda ha de tender hacia algún fin, pues de lo contrario nuestro universo está regido por el azar, lo cual es inconcebible. Pero ¿qué fin? Ahí tiene usted el eterno problema sobre el cual la razón humana está, más que nunca, lejos de responder. (“La aventura de la caja de cartón” Doyle, 1892).
El mundo se va al infierno. Es algo que los detectives siempre han tenido muy claro.
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