Burbujas.
Al albor de la Revolución de 1789, la colonia más próspera de Francia (Saint Domingue, luego Haití), contaba con un censo aproximado de 30.000 blancos (libres), otros tantos negros (libres) y 500.000 esclavos (negros, no libres, claro). Estos se rebelaron, y eventualmente lograron su libertad como individuos y la independencia como nación.
Los franceses, tocados económicamente por tan grave pérdida, fueron tentados por Thomas Jefferson que, ansioso por comprarles la ciudad de Nueva Orleans, terminó por adquirir toda la Louisiana. Aun así, tardaron en reconocer el nuevo Estado, a lo que accedieron solo tras someter a los haitianos a un embargo insostenible (apoyado por británicos y norteamericanos) que hubieron de superar pagando una cuantiosa suma, resultado de la valoración de los bienes “confiscados” a Francia durante la revolución negra, bienes que incluían a los propios rebeldes (unidad de esclavo, colocada y funcionando). Dicha deuda no llegó a amortizarse hasta bien entrado el siglo XX, limitando extraordinariamente las opciones de desarrollo como país libre.
A partir de aquí la historia es desdichadamente elemental. A cada campesino haitiano le quedó una porción de tierra, que representaba el medio de subsistencia que habría de legar a sus hijos, a cada generación más fragmentada conforme la población crecía. La necesidad de obtener un producto suficiente provocó la intensificación de su labor, agotándolo. Mientras, el extenso y rico bosque era esquilmado por su explotación para carbón vegetal, el principal combustible del país (un 70% de los haitianos utiliza el carbón vegetal para cocinar), circunstancia aprovechada por las empresas madereras asociadas a los regímenes corruptos para especular, mientras los agricultores las acompañaron, pensando estúpidamente que con ello se generaba mayor superficie de cultivo. La ausencia de raíces en el sustrato hizo más vulnerable el suelo, quedando yermo por la erosión. El arrastre de las lluvias torrenciales completó el proceso, saturando de barro los ríos. El resultado fue miseria. Estrenado el siglo XXI quedaba un 2% de bosque, y más o menos esa era la capacidad de cultivo.
En la primavera de 2009 Hillary Clinton, flamante Secretaria de Estado, señaló Haití como máxima prioridad. Cuestión de conciencia y malos sueños, ya que Bill Clinton en su mandato presidencial impuso unas severas sanciones al país tras el golpe militar que depuso a Jean-Bertrand Aristide. Restaurada la democracia tres años después, respaldó una ambiciosa iniciativa del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial para convertir la isla en el “Taiwan del Caribe”, basada en el desplazamiento de la actividad agrícola a la de exportación de manufacturas. El desastre fue absoluto: la presión de los artículos de alimentación importados de los Estados Unidos arruinó a los pequeños productores agrícolas y sus trabajadores que, sin medio de vida, se desplazaron por cientos de miles a los núcleos principales (básicamente Puerto Príncipe), con el afán de disputarse un puesto de trabajo en las empresas norteamericanas, a menos de dos dólares la jornada. Las fábricas acabaron cerrando, y sus entornos “inteligentes, innovadores, competitivos, gestores del conocimiento, creativos”, como Cité Soleil, conformaron los tugurios más pobres, inseguros y desoladores. Bill Clinton no dejó de arrepentirse del error cometido, hasta el punto de llamarlo “un pacto con el diablo”.
Y entonces el terremoto.
Eso de la planificación.
Los despachos de los responsables del Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (UN-HABITAT) nos dicen que el terremoto que asoló Haití el 12 de enero de 2010 tuvo unos efectos especialmente devastadores en los “barrios” más pobres, dada su mayor vulnerabilidad. Tales asentamientos estaban constituidos sobre suelo sin aptitud (inundable, ocupando cauces y vaguadas), sin servicios urbanos, carentes de orden y estructura, dando lugar a un enjambre de restos de material bajo el cual se cobijaba el 80% de la población de Puerto Príncipe antes del sismo. En el mejor de los casos, allí donde existían áreas consolidadas por edificación se habían aplicado métodos de construcción inadecuados (sin cualificación técnica, sometidos a prácticas corruptas, con defectos constructivos en elementos esenciales de cimentación y estructura, plantas encimadas sin prudencia, aprovechamientos extraordinarios en voladizos, desconocimiento de las condiciones geotécnicas). Todas estas circunstancias contribuyeron decisivamente a multiplicar la escala del daño ocasionado por el terremoto.
La falta de capacidad para planificar tuvo su consecuencia en la imposibilidad de coordinar a todos los agentes intervinientes en los procesos de reconstrucción, incluidos los públicos, lo que provocó la dispersión de la respuesta, viciada por el afán de supervivencia individual o de enriquecimiento inmediato. En este contexto, las comunidades más pobres tan solo podían encomendarse a la acción de las organizaciones no gubernamentales, muchas de las cuales carecían de competencia para intervenir (salvo las de radicación internacional), pero que con gran habilidad dirigieron sus esfuerzos a la provisión o restitución de alguno de los servicios básicos.
Hasta entonces solo un escaso número de proyectos del Banco Mundial y de la Agencia de Desarrollo francesa se habían ocupado de la reestructuración del entorno urbano de Puerto Príncipe tras la desastrosa iniciativa de Cité Soleil, antes comentada.
Del pensamiento utópico al flotante.
Para UN-HABITAT, lo primero a tener en cuenta es que la reacción ante los desastres naturales de gran escala (como Haití, el tsunami en Asia o el terremoto de Pakistán) reside en la comunidad y los ciudadanos, que proveen el esfuerzo esencial en la reconstrucción de sus domicilios y vecindarios, con independencia del apoyo oficial estatal o internacional. De hecho, en la mayoría de las situaciones las instituciones no tienen medios suficientes para dirigir y coordinar estas iniciativas individuales, limitándose a la recuperación de la infraestructura básica. De ahí que el riesgo sea que el producto de la reconstrucción resulte más vulnerable aún que el original, acogiendo además a una población más empobrecida. Ello implica a su vez la reconstitución anímica de las personas, concentrando la respuesta humanitaria en evitar mayores problemas como, por ejemplo, los que ocasionan los campamentos de desplazados, donde aparentemente es sencillo distribuir la ayuda, pero donde se embarga a las familias durante demasiado tiempo, quedando estas sometidas al hacinamiento, la violencia, la esclavitud (especialmente la infantil) y la dislocación.
Para facilitar el retorno y realojo, estas comunidades han de disponer de participación directa y ejecutiva en las decisiones sobre las tareas a acometer, algo raramente aceptado por las autoridades locales e incluso ciertas agencias internacionales, a pesar de que así se logra una mayor coordinación y perdurabilidad de las acciones, y un refuerzo de su eficacia. Este marco participativo habría de servir de referencia, en el caso de Haití, para una reforma política hacia una democracia estable que condujera una reconsideración profunda de la organización territorial del país.
Por otro lado, el tejido y soporte edificado original no cuentan con la capacidad suficiente para una restitución total de los hogares, dado que las condiciones de vida han de mejorar, lo que exige una mayor provisión de espacio. Así pues, se plantea una reconsideración de la densidad del espacio edificado y de la trama, a fin de acotar la demanda de infraestructura y aminorar la huella sobre la periferia. El conocimiento de las técnicas de planificación es vital, no solo por la proyección de las superficies a ocupar, sino por el control de los tiempos (transitorios, definitivos) de establecimiento y de coordinación de las acciones.
No obstante, planificar requiere un planteamiento colectivo que integre a todos los residentes de las áreas afectadas, especialmente las mujeres, que cuentan con un mejor conocimiento e interpretación de las demandas y acceso a los servicios. A partir de aquí hay que instituir una cultura basada en el reconocimiento y organización de prioridades de ocupación del suelo, organización espacial, normas urbanísticas y ordenanzas de edificación, protección de áreas de elevada fragilidad, consideración del medio ambiente urbano, disposición de servicios de agua, saneamiento, residuos sólidos, accesibilidad urbana e interurbana, catastro e implantación de números de gobierno, alumbrado urbano, salubridad, seguridad ciudadana, habilitación de espacios libres, energía, generación de mano de obra cualificada, coordinación de las empresas suministradoras de servicios, y en general todas las medidas de apoyo de la escala urbana en el nivel de barrio. La gente ha de habitar allí donde reconozca su lugar.
El modelo propuesto por los responsables de los programas no gubernamentales se basa en la imbricación de las escalas territoriales con arreglo a una jerarquía directriz-plan municipal-proyecto urbano, bajo contenidos y objetivos similares a los desarrollados legislativamente en España, subrayando el reforzamiento competencial (tanto el administrativo como el efectivo a través de la debida financiación) de los entes locales, ya que en ellos residirá la responsabilidad de la gestión y coordinación, con el apoyo de los entes externos. Las directrices tendrán como fin determinar los protocolos de coordinación, que contemplarán la asunción por el gobierno central de ciertas competencias del nivel regional en tanto se consolida este. En el nivel nacional se proyectan escenarios sobre el mapa, con la intención de marcar los elementos de una armadura intermedia que alivie la presión demográfica sobre Puerto Príncipe, así como racionalizar la distribución de recursos por el país. Ello se hará sobre la base de las directrices regionales y tendrán como prioridad (con carácter urgente) concretar el papel y compromisos del gobierno central en el apoyo a la implementación de medidas locales, además de la coordinación de la labor de las agencias internacionales, cuya implicación ha de mantenerse de principio a fin. La situación de Haití demanda que la formulación de estos documentos discurra en paralelo a la acción, ya que de lo contrario jamás surtirán su efecto de guía. Por otro lado, sin que por los agentes y ciudadanía se constaten las virtudes del planteamiento, no será posible lograr la confianza en el mismo, con su consiguiente efecto cultural.
El síndrome del grito del gato.
Por desgracia, lo que se ha venido tratando es otra cosa: construir nuevas ciudades, perfectas e invulnerables, en las que todos habitarán como en una Arcadia (o Icaria, o Jauja, o la Masdar de Sir Norman). Lo viejo no paga, y la venta de un Haití moderno sí, y mucho. A la élite que apoya tal propuesta (con el entusiasmo de los presuntos pagadores) no parece importarle el elevado coste que tal medida supone, el impacto de la ingente movilización de recursos y suelo que ello requiere, y la exclusión del asentamiento original, con el consiguiente despilfarro (lo que en el espacio dominante se viene a denominar flujo de capital).
Tal y como reconoce la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), en la actualidad las bases de conocimiento que se poseen sobre Haití y su situación son inmensas. Pero carecen de un ejercicio de introspección, una reflexión sobre sus datos. Sin embargo se siguen empleando importantes cantidades de dinero en contratar a empresas para que sigan realizando estudios, que invariablemente culminan en presentaciones espectaculares a los medios de comunicación sobre la de investigaciones que se están acometiendo para entender los problemas de la población, como si se tratara de una experiencia más de la Harvard Business School.
Lo peor es que una buena parte de este trabajo de campo y sus experimentos se realizan sobre tres millones de seres humanos que languidecen en una situación de permanente miseria. Las calles siguen siendo escombreras, cientos de miles de personas viven bajo lonas a merced del meteoro y el cólera, una enfermedad que no se conocía desde hace 60 años, está arrasando su tierra, afectando en estos momentos a un cuarto de millón de ellos.
Solo una escasa fracción del apoyo económico está siendo objeto de ejecución real. Por dar un ejemplo significativo, a mediados del presente 2011 solo se había cursado un 16% de los 1140 millones de dólares comprometidos por el Congreso de los Estados Unidos. La situación de las ayudas del entorno de la Unión Europea no es muy diferente, pese a los comunicados de la propaganda oficial. Quizás, según afirman ciertos burócratas, el país se encontraba demasiado averiado como para que tuviera solución. O quizás nos ha perdido la vanidad pensando que este atribulado Occidente se halla en condiciones de asumir problemas ajenos.
En este momento.
1.
En su devastador artículo (revista RollingStone, agosto de 2011: Beyond Relief: How the World Failed Haiti), Janet Reitman explica cómo el mundo le falló a Haití, y concluye presentando a Denise y su chabola, con número de gobierno sobre una rambla cenagosa, en la que sobrevive con dos pequeños y diez mil moscas. Denise mantiene la fe, porque siente cerca su testimonio. Se refiere a un cercado que tiene a medio terminar un poco más allá, autoconstruido con lonas y paneles desechados por las agencias gubernamentales. Es más grande que su actual morada, pero no tiene dinero para cubrirla, ni empleo para conseguir el dinero. A duras penas logra juntar los diez dólares al mes que le cobran por el privilegio de refugiarse en un cobertizo.
Mientras Denise habla, un cochino hoza junto a uno de los niños, gravemente desnutrido. Un enorme vehículo de UNICEF, de rara presencia en este vecindario, pasa despacio dejando entrever la cara de una mujer que intenta disimular una expresión cuajada entre el miedo y la repugnancia. No se detiene.
Janet Reitman identifica el legado que décadas de inversión exterior han dejado en Haití: una pobreza brutal, fruto de la calamitosa asociación de unas ayudas bienintencionadas (candorosas felonías) y unos proyectos de desarrollo orientados al beneficio.
2.
Jean-Yves Barcelo, asesor inter-regional de UN-HABITAT, informa que con el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNDP) están impulsando la constitución de una Oficina de Planificación Urbana, con el objetivo inmediato de armonizar y coordinar las distintas acciones en curso, determinando sus prioridades. Primero, en cualquier caso, se ha de superar la fase de asistencia humanitaria a las familias que aún permanecen en los campos.
3.
El nuevo presidente Michel Martelly, tras tomar posesión el 14 de mayo de 2011, se muestra proclive a las medidas de retorno a los vecindarios y al cierre de los campamentos de desplazados, de acuerdo con el Comité para la Reconstrucción de Haití (CIRH), a su vez apoyado por el Banco Mundial, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), y la Agencia Francesa de Desarrollo. En su discurso inaugural declaró que Haití tenía de nuevo “abierto el negocio”. Unos días después nombró Primer Ministro a Daniel Rouzier, a la sazón alto ejecutivo de la empresa energética E-Power, miembro destacado de la nueva oligarquía cosmopolita. Entiende que la clave está en interpretar la política como una manifestación más de la economía global.
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