Ilustración de Raquel Marín (edición de Nørdicalibros).
La Compañía del Mar del Sur se constituyó en 1711, con el objeto de gestionar el monopolio del comercio con las colonias españolas de Sudamérica, logrado al amparo de las cesiones preliminares a la Gran Bretaña durante la fase final de la Guerra de Sucesión. Tales cesiones pretendían compensar a los británicos la deuda contraída como consecuencia del conflicto. Sin embargo, estas se vieron notablemente limitadas por los términos en los que se redactó dos años después el Tratado de Utrecht, especialmente las pretensiones sobre el tráfico de esclavos y el alcance real del citado monopolio al confirmarse la soberanía española sobre sus colonias americanas. De hecho, no fue hasta 1717 que la Compañía fletó sus primeros buques. Ello no obstó a la implicación del gobierno, que acordó canjear parte de su deuda de guerra por acciones de la Compañía.
En enero de 1720 cada acción de la Compañía del Mar del Sur se cotizaba a unas modestas 128 libras esterlinas. Dadas las escasas perspectivas de negocio, los responsables de la entidad decidieron inflar las expectativas de ganancia especulativa propagando toda suerte de fantasías sobre ricos hallazgos y venturosas empresas en ultramar. Las acciones subieron a 175 libras, a lo que vino a añadirse la decisión del gobierno de adquirir otro paquete de acciones de la Compañía, en detrimento de la oferta presentada por el mismísimo Banco de Inglaterra. Con ello la fábula quedaba protegida bajo la égida pública, y el pueblo enloqueció: en marzo el valor por participación creció hasta 330 libras.
De la gran burbuja, en permanente hinchazón, brotaron otras: lo que siglos después se estimarían creaciones aventajadas del espíritu emprendedor, la encomiable determinación de los nuevos conquistadores, o lindezas por el estilo. Insertamos un ejemplo literal de entre tantos, conforme consta en los registros mercantiles de la época: “compañía para llevar a cabo una iniciativa de gran provecho, y por depender de la discreción ahora no se cuenta” (igualmente tenemos otras que se constituían con el fin de adquirir terrenos en la Gran Bretaña para hacer casas, o adquirirlos en las colonias para hacer casas, o adquirirlo genéricamente para edificar cualquier cosa, o comprar inmuebles para luego venderlos (sic), o desarrollar nuevas tecnologías con base en un circuito de movimiento perpetuo, o para la extracción de plata a partir de plomo, o -este es realmente bueno si lo miramos bien- construir y dotar más barcos para disuadir la actividad de los piratas, o gestionar las pensiones de las viudas a cambio de un modesto beneficio….y más).
En mayo subieron las acciones a 550 libras. El gobierno empezó a preocuparse, y se decretaron controles administrativos que obligaban a las nuevas entidades a obtener una cédula real para seguir operando. El remedio agravó la situación: hacerse de la cédula no era tarea complicada, máxime con dinero público al medio, de manera que en cuanto la Compañía de los Mares del Sur quedó regularizada se interpretó el trámite como un nuevo espaldarazo y la cotización alcanzó las 1.050 libras por acción.
A estas alturas el pueblo se había convertido en una bestia insolente y codiciosa (“una caterva de necios aspirando a ser tunantes”, según cantaba un estribillo de la época). La ilusión de un rápido y fácil enriquecimiento enajenó la voluntad de los ciudadanos hasta el punto de que abandonaron su quehacer cotidiano y no pensaban en otra cosa que en especular, despreciando a los que seguían optando por los lentos y etéreos beneficios de la educación y el trabajo. Consecuencia natural fue el colapso moral de la sociedad, cuyos más ilustrados miembros (conocidos como “los hombres sensibles”) se abatían sonrojados ante una situación tan difícil de asimilar a pesar de sus constantes advertencias.
La propia ansiedad de la masa (que empezaba a temer el día en que los valores se estabilizaran y por lo tanto deseaba capitalizarlos), la difusión de la información sobre la situación real de las compañías, y la intervención de la corona y en definitiva el gobierno, condujeron a una devastadora venta de acciones en julio, que en septiembre se habían precipitado a unas 175 libras y ese diciembre a las 128 libras con las que empezó toda la historia. Miles de ciudadanos se arruinaron, los bancos dejaron de conceder créditos, la obra pública y privada se suspendió, el desempleo se desmandó y los recursos empezaron a escasear, sumiendo a gran parte de la población en el hambre y el desamparo. La gente quería venganza, exigiendo responsabilidades institucionales y empresariales.
Nadie se consideró cómplice de la trama especulativa. No se volvió a hablar del pecado: el pueblo no era más que una víctima honesta y trabajadora, arruinada deliberadamente por una panda de ladrones, que debían ser colgados y descuartizados sin clemencia. Sentimiento tan furioso como unánime encontró, como es de suponer, fiel reflejo en las dos casas del Parlamento.
En 1721 la investigación oficial expuso la red de fraude y corrupción que dio lugar al engaño, condenando a sus instigadores y cómplices. Ese verano Robert Walpole, canciller de la Hacienda (Exchequer), logró el asentimiento del Parlamento y de la ciudadanía en general a su plan de rescate, que esencialmente consistía en sanear el sistema económico cancelando todo tipo de capital ficticio o irrealizable.
De tan cruel experiencia se aprendió (por el momento), cuán peligroso es pretender obtener beneficio de causas deshonestas o inadecuadas, y que en un orden económico sano era estúpido creer que la prosperidad podía alcanzarse mediante la expansión ilimitada del crédito. Las décadas que sucedieron al desastre acentuaron la posición conservadora del pueblo, agravaron las diferencias de clase, limitando ostensiblemente las opciones de desarrollo social, económico y científico durante no menos de medio siglo. Prácticamente hasta los primeros avances de la Revolución Industrial.
Una humilde propuesta.
En este escenario Irlanda intentaba subsistir de una agricultura pobre, no solo a causa de la gravedad suscitada por la crisis de la Compañía del Mar del Sur, sino además por el dominio político y latifundista de la minoría protestante, ausente de la isla. El país se empobrecía sin cesar y los campesinos morían literalmente de hambre.
Jonathan Swift, uno de los “hombres sensibles” que entonces alzó su voz denunciando la segura ruina que terminaría por acarrear el frenesí especulador, escribió “Una humilde propuesta”, ensayo de 1729 en el que viene a plantear una solución a las consecuencias de la crisis, y nos tememos que a cualquier otra de análoga categoría. Tan pasmosamente simple que asombra el que a nadie se le hubiera ocurrido exponer un recurso tan eficaz con tanta coherencia. La contamos a través de la reciente y primorosa edición bilingüe de Nørdicalibros (traducción de Maria José Chuliá García e ilustraciones de Raquel Marín):
Se calcula que en este reino viven por lo general un millón y medio de almas, de las cuales, yo considero, puede haber unas doscientas mil parejas cuyas mujeres están en edad de procrear; a esta cifra, le resto treinta mil por las parejas que son capaces de mantener a sus propios hijos, si bien, con los sufrimientos del reino, entiendo que quizás no sean tantas; pero dando esto por supuesto, quedarán unas ciento setenta mil mujeres criaderas. De nuevo descuento cincuenta mil por las mujeres que pierden a sus hijos, o cuyos niños mueren accidentalmente o por enfermedad en su primer año de vida. Solo quedan ciento veinte mil niños que nacen al año en familias pobres. La cuestión, por lo tanto, es cómo mantener y criar a esa cantidad de niños, lo cual, como ya he dicho, y en las circunstancias actuales, resulta absolutamente imposible con los métodos propuestos hasta la fecha. Puesto que no podemos darles un trabajo como artesanos o como agricultores, y tampoco construimos casas, ni cultivamos el terreno (me refiero en el campo) , muy rara vez pueden ganarse la vida robando hasta que cumplen los seis años, excepto si nacen en zonas propicias, donde he de confesar que si bien aprenden mucho antes las nociones elementales, a esa edad, no obstante, solo se les puede considerar aprendices, si hablamos con corrección……….Nuestros mercaderes me han asegurado que un chico o una chica menor de doce años no resulta un artículo fácil de vender y, además, que cuando cumplen esta edad no valen, al cambio, más de tres libras, o de tres libras o media corona, lo cual no genera beneficio ni a sus padres ni al reino, si tenemos en cuenta que el coste de la comida y de los harapos equivale ya, como poco, a cuatro veces dicho importe. Por consiguiente, acto seguido voy a exponer mis propias ideas con humildad, sin riesgo, espero, de encontrarme con la menor objeción.
Entre mis conocidos de Londres hay un americano muy entendido que me ha asegurado que un niño sano y bien criado, cuando cumple un año, se convierte en el alimento más saludable, nutritivo y delicioso, tanto si está guisado o asado, como hecho al horno o cocido; y no me queda duda de que sabrá igual de rico cocinado en fricandó o en ragú. Por lo tanto someto humildemente a consideración popular que, de los ciento veinte mil niños que ya he contabilizado, veinte mil puedan ser reservados para criar y, de estos, que solo sean varones una cuarta parte, lo cual es más de lo que apartamos cuando tratamos de ganado ovino, bovino o porcino; y el motivo, en mi opinión, es que estos chicos rara vez son fruto del matrimonio, una circunstancia no muy contemplada por nuestros salvajes, por lo cual un varón será suficiente para cuatro mujeres; y que los cien mil que quedan con un año de edad puedan venderse a personas de categoría y fortuna a lo largo y ancho del reino, avisando siempre a las madres de que les dejen mamar a demanda durante el último mes, para lograr así que estén rellenitos y regordetes de cara a una buena mesa………..Reconozco que este alimento resultará bastante caro y por eso mismo muy apropiado para los terratenientes, quienes, como ya han chupado la sangre a la mayoría de los padres, parecen detentar un derecho preferente sobre los niños.
Y así prosigue desarrollando concienzudamente su propuesta, terminando por recapitular sus enormes ventajas, que extractamos:
- Se reducirá enormemente el volumen de papistas……por ser los seres más prolíficos de la nación.
- Los campesinos arrendatarios más pobres tendrán algo propio, algo de valor que se les puede embargar conforme a derecho para ayudar a pagar la renta de su terrateniente, después de que este haya tomado ya posesión de su grano y de su ganado.
- Aunque la manutención de cien mil niños de dos años en adelante no puede contabilizarse por menos de diez chelines la pieza al año, las reservas de la nación se verán incrementadas en cincuenta mil libras anuales, sin contar el beneficio que aportará la introducción de un nuevo plato en las mesas de todos los caballeros de fortuna y de gusto refinado que hay en el reino. Y el dinero circulará entre nosotros, pues todos los bienes serán de nuestra propia cosecha y fabricación.
- Los constantes engendradores, además de ganar ocho chelines al año por la venta de cada hijo, pasado el primer año quedarán exentos de la carga que supone tener que mantenerlos.
- Esta comida supondrá también un buen negocio para las tabernas, donde los dueños serán de hecho lo suficientemente previsores como para hacerse con las mejores recetas y prepararlas a la perfección.
- Se estimulará el matrimonio, así como el cuidado y la ternura de las madres hacia sus niños, una vez se cercioren del acuerdo que aportará una retribución vitalicia para las pobres criaturas…..Los hombres se mostrarán tan apegados a sus mujeres durante el embarazo como lo están ahora con sus yeguas, con sus vacas y con sus cerdas preñadas a punto ya de parir; y se olvidarán de su predisposición a golpearlas o partearlas (práctica que es muy frecuente) por miedo a que pierdan el bebé.
Y ya sobre el final: antes de que se anticipe algo de este estilo contrario a mi plan, digamos una oferta mejor, deseo que el autor o autores consideren dos hechos con madurez: primero que piensen cómo van a ser capaces de encontrar comida y ropa para cien mil bocas y espaldas inútiles según están las cosas; y segundo, que hay alrededor de un millón de criaturas con forma humana a lo ancho de este reino, cuya subsistencia total, puesta en depósito común, equivaldría a una deuda de dos millones de libras esterlinas, y que a los que son mendigos de profesión hay que añadir el montón de granjeros, labradores y braceros, con sus mujeres e hijos, que son mendigos a todos los efectos. Deseo que los políticos a los que desagrada mi propuesta, y que quizá sean tan audaces como para intentar ofrecer una solución, pregunten primero a los padres de estos mortales si, a día de hoy, no considerarían digno de celebración que les hubieran vendido como comida al año de existencia del modo que yo he recomendado, ya que gracias a eso habrían evitado la continua sucesión de desgracias por las que han pasado desde entonces debido a la opresión de los terratenientes, a la imposibilidad de pagar una renta por carecer de dinero o de negocio, a la falta de sustento básico, de casa o ropa con que resguardarse de las inclemencias del tiempo, y con la perspectiva más que inevitable de que toda su prole acarreará por siempre miseria similares o mayores.
Y todo este jaleo para jugar a la parábola de “la historia que se repite” y su sobada ringlera de lugares comunes que a nadie importa. Pues no, porque no hay reincidencia. Swift, aun en su cáustica inspiración, se sometió a principios elementales como el de considerar deuda de la nación la nómina de necesidades básicas de sus ciudadanos. Ahora ni eso.
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